Sobre cómo le mataron el alma al peor asesino de la historia

La primera vez que la mano destructiva de su padre descansó sobre su cuerpo ni tan siquiera había nacido.

Con cuatro meses de embarazo, Klara recibió una de las acostumbradas abatidas de su esposo solo porque en el pueblo, nuevamente, se habían burlado de él por su cuestionable apellido. Entonces, solo bastó la más mínima excusa de una mirada mal dirigida para descargar toda esa furia sobre su mujer.

Entre los puños que recibía, Klara trataba de ocultar su barriga. Hacía apenas algunos meses que Ida, la segunda de sus hijos, había muerto por causa de la cólera de Alois, lo que catalogaron como un trágico accidente porque a un funcionario de la aduana no se le podía tachar la reputación por un rato de coraje.

En aquel entonces, sucedió que llegó a la casa borracho e intentó forzarse sobre Klara, que en ese momento amantaba a Ida, de unos 15 meses de vida. Como la madre no fue lo suficientemente rápida para satisfacer los ímpetus carnales de su marido borracho, él agarró a la bebé sin tener control de su fuerza y le quebró las costillas. Por ello, ahora que volvía a pegarle, Klara quería asegurarse que este tercer hijo al menos lograra nacer.

Pero la niña no era el primer hijo que perdía Klara, al primero lo perdió un año antes cuando, con tan solo dos años de edad, se enfermó gravemente y a Alois se le ocurrió decir que el dinero no le bastaba para pagarle un médico. Mientras Ida a penas tenía unos meses, Gustav murió por falta de atención médica. Así que cuando Adolf ya venía en camino, era el tercer hijo de Klara, pero el único que le quedaba con vida.

Y eso era si lograba nacer. Cada uno o dos meses Alois le propiciaba un nuevo ataque a Klara, casi 30 años menor que él y quien casi nunca parecía obedecerle. Cuando finalmente Adolf nació, ya su pequeño cuerpecito sabía de lo dura que era la mano de su padre.

Adolf en su infancia. (Recuperada de Wikipedia)
Adolf en su infancia. (Tomada de Wikipedia)

Para evitar que sufriera el mismo destino que el resto de sus hijos, Klara lo cuidaba en exceso. Nunca lo dejó salir de la casa para que no se enfermara y le faltaran fondos a su padre para comprarle una cura, lo amamantaba pendiente a la puerta para que no fuera a entrar su marido con deseos de animal y lo ocultaba de sus manos cada vez que le era posible.

Fueron muchas noches las que el bebé Adolf lloró al vació en el cuarto abandonado de la esquina. Su madre solo respondía a su llamado cuando a Alois no se le ofreciera nada. Cuando finalmente el esposo se quedaba dormido, Klara iba y atendía al crío, le amamantaba y le daba cariño a medias.

Aunque lo amaba con toda su alma no se quería encariñar demasiado. Su vida con Alois era impredecible. Pudiese ser que un día llegara y matara al niño por vergüenza a darle descendencia a su nombre cuestionable, o quien sabe si era ella la que algún día ya no sobrevivía una de las golpizas y el niño se moría de hambre, gritando solo en aquella cuna del cuarto lleno de hongos.

A sus tres años los llantos eran constantes. Adolf había crecido lleno de carencías, la más grave de ellas, el amor de sus padres. No sabía caminar propiamente porque no le atendían cuando erraba. Encerrado en aquel mugroso cuarto, se le había atrofiado el desarrollo del cerebro y a penas sabía decir el nombre de sus padres.

Klara le atendía cuando le sobraba el tiempo, mientras el resto de las horas se la pasaba vislumbrando una vida distinta a aquella o esquivando golpes mortales de su marido para no perder la vida. En esa época ella logró seguir viva, no así el pequeño Otto, el cuarto hijo, que a causa de los puños constantes de su padre nació todo atrofiado y no pudo resistir los desafíos de la vida. Mientras la madre lloraba, sin lágrimas para que Alois no le pegara, en aquel cuarto donde la partera le dijo que el niño no duraría un día de vida, Adolf jugaba en un esquina con los cadávares de dos cucarachas.

A sus cinco años Adolf ya se podía compartir las golpizas con su mamá. Aunque Alois se controlaba para no tener que pasar por la misma vergüenza de la muerte de Ida y así evitar los rumores en el pueblo de lo abusador que era, como quiera le dejaba moretones en la cara al niño. El menor a penas había aprendido la mitad de lo que un pequeño a su edad debía saber.

Adolf, sin comprender porqué papá siempre estaba tan molesto, se escondía debajo de la cama cada vez que escuchaba la puerta abrirse.

El miedo lo fue perdiendo cuando un día su mamá Klara le dijo que lo habían anotado en la escuela. Pasó que los compañeros del trabajo de Alois se burlaron de él porque su niño aún no cursaba año escolar alguno. Abochornado de tener un hijo bruto en su casa, se fue y lo anotó en la escuela más económica de la época: realschule. Allí le enseñarían lo básico y lo prepararían para un grado técnico. Aunque había mejores escuelas, Alois solo podía pagar, y con gran sacrificio por la educación de su amado hijo, la más mediocre.

Para el pequeño Adolf que nunca veía la luz del día y no sabía más que jugar juegos imaginarios por falta de juguetes, el que lo anotaran en una escuela con otros niños era una aventura sin precedentes. Sin poder hablar aún bien, con una sonrisa en su rostro, buscó compartir con los compañeros, pero en cuánto abrió la boca y enseñó todos los dientes podridos, los demás niños comenzaron a burlarse. Intentó defenderse con alguna palabra, pero empeoró la bufonada cuando los compañeritos entendieron que ni tan siquiera sabía hablar bien.

Esa tarde llegó a su casa y se encerró en el cuarto furioso. Primero intentó decirle a mamá Klara, pero llegó papá Alois y ya su madre no le pudo atender. Fue entonces cuando se fue derecho al cuarto y golpeó hasta cansarse aquella almohada mugrienta en la que lo tenía durmiendo su padre, no por falta de dinero sino por falta de humanidad.

Días después esos mismos puños los practicó sobre uno de los compañeros que se burlaba de él. A sus cinco años, Adolf, puro hijo de su padre, le rompió la nariz a tres niños que no podían entender el dolor que su pequeña alma cargaba. Como no supo comportarse en la escuela, Alois dejó de pagarla. Mejor para él, cuando sus amigos del trabajo preguntaran les diría que intentó pagarle una buena educación al niño, pero que no funcionó porque le había salido fuerte de carácter como él.

Fue entonces, con lo poco que aprendió de la escuela, que Adolf comenzó a interesarse por dibujar. Se iba al campo todas las mañanas a buscar semillas de color y las traía a su cuarto para pintar el piso y las paredes con retratos de horror. El monstruo que entraba por la puerta mientras él se escondía debajo de la cama, la mujer que lloraba porque sus papás la habían dejado sola con un león furioso, entre otros relatos que trazaba y nadie pudo ver a tiempo para evitar que tomara el curso que le costaría la vida a millones de personas.

Cuando cumplió 11 años, ya su hermano Edmund había estado a su lado por cinco. A pesar que Edmund lo tumbaba de la cama que compartían, el tenerlo de compañía en aquel cuarto solitario le hacía sentir que tenía con quien compartirse las penas. Cuando le nació a Klara su quinto hijo, Adolf le ayudó a que creciera sano y salvo de la furia de su padre.

Cada vez que Alois llegaba descontento y quería propinarle su primera carga a Edmund, Adolf se metía y le empujaba para que las llamas del infierno le quemaran a él y no a su hermano.

Ya para esa edad salía a la calle a robar en el pueblo con un grupo de amigos con los que se peleaba a cada rato. Todo el coraje que cargaba lo dejaba en los rostros de aquellos niños de su edad, pero nunca sobre Edmund. Por él salía a robar las más frescas frutas y las mejores pinturas y pinceles. Cuando llegaba de vuelta a la casa se sentaba en el piso y le mostraba a su hermanito cómo mover la brocha para que los colores tomaran más sentido.

Un día, mientras pintaban, Klara gritó en la cocina. Adolf nunca respondía a los llamados de ayuda de su madre, pero esta vez le pareció escucharlo en un tono distinto. Le dijo a Edmund que se quedara en el cuarto y salió a ver que estaba pasando. Cuando se asomó a la cocina, vio que su padre violaba a su madre mientras le apuntaba con una pistola a la cabeza. Adolf, indignado hasta en su más profunda fibra, se le lanzó encima con toda la fuerza de su cuerpo. Alois, enrredado entre sus pantalones, se cayó al suelo. Antes de levantarse haló el gatillo tres veces, sin mirar. Se salvó Adolf y Klara porque estaban pegados a la pared, listos para morir, pero el pequeño Edmund detuvo una de las balas con su abdomen.

Entonces, cuando se le mataron a Edmund, Adolf supo que jamás en la vida volvería a amar a alguien de aquella manera.

Había sacrificado su corta vida para darle de todo a aquel niño que ahora moría a manos del mismo padre que mató el resto de sus hermanos. No volvería a dejarse herir tan profundamente y desde ese día borró de su memoria todo lo que se relacionara a la moral, el amor y cualquier sentimiento que lo dejara vulnerable.

Por eso cuando la hija favorita, Paula, cumplió sus tres años, la miró con desprecio. Nunca había visto a su padre tan contento con un hijo. Mientras mataba de un tiro al de cinco, veneraba la de tres. Para aplacar los rumores de que Alois había matado a Edmund, cuya versión oficial era que encontró la pistola y se disparó él mismo por accidente, hizo una fiesta en honor a los cuatro años de la Paulita e invitó a sus amigos de la aduana. Entre una de las familias que llegaron al humilde hogar, estaba un niña de 12 años que le llamó la atención a Adolf.

Con pequeñas risas aquí y allá, la invitó al único espacio que tenía en aquel lugar. Cuando la chica entró al cuarto y vio todas aquellas obras de arte mutiladas con cruces rojas, le preguntó a Adolf que por qué había dañado aquellos dibujos tan bonitos. Con la pregunta le vino el recuerdo de Edmund, y con ello el vacío consumidor que no podía quitarse de encima.

Agarró a la niña por la cintura con una fuerza un poco exagerada y le plantó un beso en los labios. A la chica pareció gustarle y se dejó llevar hasta el colchón donde cayeron los dos envueltos entre besos inexpertos. Cuando Adolf la escuchó decir que las sábanas apestaban a orin, le entró un miedo terrible que supiera que a sus trece años todavía orinaba la cama. Dejó de besarla y le plantó una manotada en la mejilla. La chica salió llorando ante todos los presentes, que el loco hijo de Alois había intentado violarla en una cama que apestaba a orin, y por poco le cuesta la vida a Adolf.

Tres semanas después, cuando ya pudo incorporarse de la paliza, las sábanas no solo apestaban a desechos urinarios, sino a sangre podrida.

Klara, ya vieja y gastada para sentir algo por su vida, intentaba darle a Paula la poca leche materna que le quedaba en sus pechos. Después de todo la había desperdiciado en varias ocasiones cuando Alois le mataba los hijos por gusto machista. Pero solo para eso daba. La limpieza de los niños era lo menos que le importaba. Ya bastante tenía con preocuparse por tenerle todo nítido a su marido.

Ya para ese entonces llevaban tiempo viviendo en la capital y era más difícil para su padre hacer pasar por desapercibido el maltrato sin medidas al que tenía sometido a su familia. Para remidiarlo, cuando Adolf cumplió sus 15 años, a Alois se le ocurrió decirle que tenía planeado ingresarlo a la administración pública para que fuera un hombre ejemplar y de respeto como su padre. Los primeros días Adolf pretendió seguirle el juego para evitarse puñetazos, pero cuando faltó al primer adiestramiento su padre regresó temprano del trabajo, puñal en mano.

Agarró a Adolf durmiendo y enterró, del coraje inconcebible, el puñal en la almohada. Cuando Adolf abrió los ojos súbitamente, vio el punzante bien cerca de su cara y luego los ojos rojos del padre que comenzó a golpearlo sin tan siquiera permitirle entender que estaba pasando.

Se le sumaron otros verdugones en el rostro y con la boca llena de sangre le hizo frente a su padre y le confesó que lo que él amaba eran las artes. ¡Maricón! Y quedó inconsciente por las próximas horas. Cuando se levantó ya era de noche. Solo, vacío, sin nada que perder porque ya el alma andaba quebrada, agarró las dos camisas y pantalones que tenía e intentó huir por la ventana.

Desde que se había mudado a aquella nueva casa no había tenido la necesidad de salir por la ventana, por eso, ahora que lo intentaba, se percató muy tarde que su cuerpo no cabía por aquel espacio. Encajado en aquel orificio no se atrevió a pedir ayuda por temor a que alguien lo viera y se burlara de su desdicha. Intentó por horas salir por sí mismo, pero se le hizo muy tarde.

Su padre entró al cuarto para asegurarse que no estuviera muerto y le encontró con el trasero atascado. Adolf no vio quien había abierto la puerta porque no podía virar su cuerpo y oró porque fuera su madre. Cuando segundos después nadie le ayduaba, supo que ese momento le marcaría su existencia.

Alois trajo a Klara, el primo que se quedaba en la casa y a la pequeña Paula para que se burlaran del trasero desnudo de Adolf. Se le había acercado, le había rasgado los pantalones y ahora sus dos nalgas retrataban a su familia que con tanto morfo se reían.

Klara disimuló una sonrisa, pero cuando Alois la vio retraída la agarró por el pelo y la llevó hasta el trasero de Adolf para que se lo besara. Klara, evitando ganarse otra cicatriz, acercó sus labios para besar una de las nalgas de su hijo. Cuando se acercaba, Alois le empujó la cabeza y sus narices terminaron en el espacio menos deseado de aquella vista trasera. Sí, daría risa a algunos, pero para Adolf aquello era una barbaridad que su padre tenía que pagar con su vida.

Comenzó a llenarle la cabeza a su madre de varias formas en las que podían matar a su padre y esposo. Ella, temorosa al principio, estaba dudosa de si era una buena estrategia terminar con la vida del hombre que traía el sustento a la casa, pues la herencia solo sería de los hijos cuando ambos faltaran. Pero eso hasta que un día entró al cuarto de Paula sin avisar y vio a Alois tocando con insinuaciones a la pequeña.

Ya había perdido toda su dignidad y había soportado mal haceres sin medida, así que ver morir a sus hijos de hambre no le sería tan extraño. Mandó a Adolf a comprar los ingredientes para hacer veneno y se lo echó en la comida por varios meses hasta que un día Alois no volvió abrir los ojos.

Murió en la noche de un paro cardíaco, mientras dormía en su cama. Pero antes, cuando Klara se volteó y lo vio suplicando por ayuda, decidió darse la vuelta y seguir durmiendo.

Adolf se buscó un trabajo para traer comida a la casa y con el tiempo convenció a su madre que podía irse a estudiar para convertirse en un artista de primera y no carecer más. Su madre, a quien el doctor ya había diagnosticado con cáncer, le pareció buena idea darle una última oportunidad a su hijo de cambiar la desgracia que cargaba en su vida.

Esta vez fue la Academia de Artes de Viena que le dijo que su técnica no era suficiente para poder convertirse en un estudiante de arte.

Para los ojos de sus evaluadores aquellos trazos sin sentido carecían de expresión, pero no sabían que detrás de ellos habían historias pertubaboras que nunca habrían sido contadas.

Cuando regresó encontró a su madre muriéndose. Pensó que sentiría lástima, pero no sintió nada. Se miró al único espejo que Klara tenía en el cuarto, luego de verla cerrar los ojos por última vez, y admiró su capacidad de supervivencia. Recogió algunas cosas y se marchó a reclamar la herencia de sus padres.

Con un bolso de poder monetario en sus manos, se fue a confabular un plan para que nunca más le volvieran a humillar. Aprovechó para atrincherarse el alma muerta y se propuso como meta de su existencia que todos temieran y veneraran al gran Adolf Hitler.

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