Cap. 1: Luz, Primera

   Cuando abrió los ojos por los estruendosos truenos, lo primero que se vio fue su figura deformada acostada en aquella cama. Era tarde en la madrugada, una noche obscura y lluviosa. Los relámpagos, como pequeños rayos fugaces, alumbraban todo el aposento derramando sombras por doquier. Aunque veía intermitentemente el restante del espacio donde hace segundos atrás soñaba con el destino, sabía que algo andaba mojado y no era la lluvia que había entrado.

   La mujer, ya en sus 40 años, se puso en pie con dificultad, tratando de balancear su verdadero peso con el que la vida le había sumado. Solo entonces confirmó que las sabanas estaban mojadas, pero le estuvo extraño porque los dolores no habían comenzado. Entonces, pensó que a lo mejor el nerviosismo había tomado partida de nuevo y había vuelto a orinar la cama. Decidió no quedarse allí mirando las luces aquí y allá, y se fue a buscar qué comer.

   El hombre, con los sueños a medias, la vio pasar por su puerta. Aunque le pesaba su cabeza y los pies le latían, no podía hacerse el desapercibido. Como alguien a quien los pesares de la vida no desvelan, el hombre se sintió un poco enfurecido por la hora. Su mujer casi nunca entendía que hacía frío, que estaba lloviendo, que la intermitencia de los relámpagos molestaba, que era tarde y no eran horas de andar paseando por la casa, pero desde que la profecía se escuchó, no podía dejarla pasar sin cerciorarse que todo estuviese bien. Se levantó, puso sus pies dentro de las sandalias, y la persiguió. Ninguno de los dos se imaginaba que esa obscuridad, esas gotas, esas luces brillantes eran escenario de una noche que jamás olvidarían, que estaban en espera de la verdadera luz, primera.

   Después de todo, era la amada Grecia que se juntaba a una noche cargada de destino.

   Encontró a la crida sentada con la cara pálida. Estaba descansando de las contracciones, dijo. Aunque cuando se levantó no le dolía nada, ahora los dolores en el vientre eran agudos. Entre sus manos, balanceando su cuerpo de atrás a adelante, trataba de calmar la furia de aquella pelota que colgaba de su estómago y que ahora amenazaba con hacerle la vida imposible. Dolía, pero dolía bien. Los movimientos internos eran severos, rudos, seguidos, ominosos, pero eran para bien. Era hora. Ahora o nunca. Cuando el hombre finalmente se dio cuenta de lo que estaba por pasar, se le olvidó el frío, la noche y las penurias, agarró una sonrisa de esas que emocionan a cualquiera, besó a la mujer en la frente y salió corriendo de su hogar.

   Corrió apresurado, adentrándose en la muchedumbre de casas que habitaban el Valle. Los músculos fuertes de sus piernas no denotaban debilidad al pisar en el suelo mojado. Las gotas de la lluvia aún latente se escurrían por su cuerpo casi desnudo, dándole intensidad al frío ya acumulado, pero era más rápido que ellas y su respiración era tan quieta que parecían no perturbarlo. Corría con una agilidad increíble, dada de un soldado, dada a un hombre irrompible. Aunque el espacio, las casas, los virajes, los dedos fuera de las sandalias y el lodo no lo desconcentraban de su meta, sí en su mente taladraba una oración, que levantaba a los dioses con fervor:

– “¡Que nazca sano, que nazca sano!”

   Luego de un largo recorrido: tres vueltas a la derecha, cuatro a la izquierda, tres casas luego del mercado, desesperado y ansioso, llamó a una puerta.

– “¡Ya es hora!” -gritó.

   Un leve crujir se escuchó adentro de la casa que se veía entre la luz de los relámpagos. Alguien torpe se levantó de sus cansados sueños y abrió la puerta súbitamente.

– “¿Qué? ¿Ahora mismo?”

– “¡Sí, sí ahora! ¡Hoy es el gran día!”

   Los gritos aterradores de la criada se escuchaban del otro lado de las cortinas, desenfrenando aún más al esposo que servía a Grecia como capitán. Decían, aquellos sabios proclamaron, que sería un niño, uno al cual el padre llevaría orgulloso a la guerra. Mano a fuerte mano. Peleando a su lado. Espalda con tensada espalda, defendiendo y conquistando para su Hélade.

    Tras bambalinas, la comadrona daba directrices a la mujer para que el trabajo se diera por hecho pues estaba cansada, hastiada y muy vieja. A ella poco le importaba el supuesto gran nacimiento. De todos modos, la vida no le bastaría para presenciar la gran conquista.

   Por el contrario, la madre sería pedestal del reino, por eso gritaba con todas las fuerzas de sus cuerdas vocales, dejando una grave resequedad en su garganta. Gritaba, gritaba porque sentía dolor intolerable, sentía su parte baja arder de manera sobrenatural como resultado de aquella transformación que sufría su cuerpo. En tanto, su corazón latía rápidamente porque también gritaba de emoción. Era ese día y la acción ya había comenzado. Era dar la luz, era la primera muerte que sufren las hembras.

– “¡No te des por vencida! ¡Puja, puja, puja!” -se escuchaba por toda la casa la tediosa voz.

    La comadrona estaba decidida. Ese niño nacería para cumplir con su destino.

   El padre, vestido con su uniforme de guerra para sumarle al orgullo, daba vueltas sobre el mismo lugar e iba de lado a lado lleno de ansiedad, mordiendo sus uñas con angustia. Loco hambriento por la gloria. ¿Cómo no estar nervioso si en ese día sería el hombre más privilegiado de toda Grecia? ¡Padre del futuro de su pueblo! Tendría la oportunidad de moldear con sus propias manos al hombre que, con su capacidad de guerra, llenaría de territorios lo ya era Grecia.

– “¿Cuándo acabará esta espera?” -gimió en un hablado pensamiento.

   El hombre junto a él, uno de sus soldados, posó su mano sobre el hombro del desesperado papá y le regaló tranquilidad preguntándole sobre su futuro orgullo.

-“¿Qué nombre le pondrás?”

-“Astiliano” -contestó el padre con un brillo tangible en sus ojos. –“Astiliano y será capitán de toda Hélade.”

   Ya la noche se perdía, cansada de esperar los resultados, y el día tomaba la responsabilidad del suceso. A esa hora ya todos estaban ansiosos por el nacimiento del gran Astiliano. Relámpagos parciales aún ardían en el cielo vestido de gris, gusanos retorcidos que con su resplandor rompían la vaga luz de la apresurada mañana. En la sala común de la casa se sumaron otros rostros que habían llegado para presenciar el nacimiento. Vino y trigo se juntaron para entretener a los invitados en lo que la criada se partía la vida. Gritos corrían tras el silencio del lugar y deshacían todo esfuerzo por simular tranquilidad. En total, aseguró uno de los presentes, era un día obscuro que se alumbraría con la gloria del niño. La comadrona, extremadamente vieja, cansada y hambrienta, daba empujones de aliento a la criada.

-“¡Ese será tu rey, tu honor! ¡Dalo a luz con fuerzas!”

   El padre, lejos de la sala común y aún parado detrás de las cortinas, sudaba consecutivamente, desesperado por completo. Desenfrenado. Agitado. Preocupado. ¿Qué sucedía? ¿Por qué se tardaban tanto? La ansiedad lo obligó a moverse delante de las cortinas cerradas.

-“Voy a entrar” -dijo decidido.

   Pero el hombre junto a él, quien todavía lo acompañaba, fiel presencia por interés, lo detuvo sosteniendo sus hombros.

-“¡No, no, escucha! Los gritos cesaron.”

   Los gritos habían parado unos segundos atrás y otro sonido había tomado su lugar. Se escuchaba claramente el llanto puro del bebé recién nacido.

   La comadrona cortó el cordón umbilical y envolvió en paños a la hermosa criatura pintada con pinceladas de un rojo vivo. Por vez primera sonrió al pensar en la belleza del momento en que encontró entre sus manos la calidez de aquella nueva vida. El bebé lloraba desconsoladamente dando sus nuevos respiros de aire. Su brillante piel aún estaba bañada en la blanca protección de su madre, mientras su cuerpecito comenzaba a experimentar movimiento al aire libre. La vieja acaba de cubrirlo en paños cuando la madre, luego de reponerse del grito final, le suplicó que le dejara ver su creación.

– “¡Que hermoso eres Astiliano!” -exclamó cuando lo tuvo en sus brazos.

   Su pecho se llenó de un sentimiento nunca experimentado. Era orgullo, amor y confianza. Era la emoción de finalmente conocerlo. ¡Al fin había nacido! ¡Al fin Grecia obtenía su regalo de parte de los dioses! ¡Al fin habían escuchado el ruego del pueblo por un mejor infinito! Entonces la comadrona lo arruinó todo cuando soltó una pequeña risa de burla, desatando el averno de entre sus dientes a través de una burla pequeña pero precisa, y corrigió a la madre diciéndole:

– “Hermosa.”

   Lo femenino de la palabra sonó a incredibilidad. Locura. No, sonó a demencia.

-“¿Disculpa?” -preguntó la madre sin comprender aún.

– “Es una hembra” -repitió de otra forma la comadrona. -“Es una niña. Una suertuda niña.”, le recalcó.

    La humilde criada que alguna vez sintió orgullo, amor y confianza, volvió al día uno, tratando de recordar la profecía. Todo se empapó de confusión y angustia.

-“Pero… pero no entiendo. ¡Los designios decían que sería un macho grande y fuerte, el oráculo proclamó a mi hijo como capitán de Hélade! ¿Cómo puede ser cierto lo que dices?” -lloró, temiendo por la seguridad de la recién nacida, y creyendo lo que la partera le decía sin tan siquiera mirarle la parte baja a la niña.

   La madre no deseaba la gloria como el padre, solo quería un hijo porque ya se le hacía tarde, pero si el oráculo dijo que le iba a nacer un niño prodigio, pues para que quejarse. Mejor más que menos. Pero ahora temía por aquellas palabras, cuánto le costaría la protección de lo que tanto quería.

– “Bueno, si usted no me cree, vea por sí misma” -le interrumpió la señora. –“La experiencia me dice que es una hembra” -aseguró, mientras removía los paños de sobre la bebé y apuntaba con su dedo la parte genital. –“Ves… Hembra.”

   La madre, criada en la casa del rey, suspiró perdida en la confusión. No quería confirmar para poder pensar que tal vez solo se trataba de una tonta broma, pero ahora no quería creer lo que veía. ¡Era tan cierto! ¡Una terrible verdad! ¡Un desvastador desenlace de aquella tan esperada noche! ¡Maldita la vagina que se asomaba! ¡Dioses mentirosos! La pequeña vaginita del cuerpecito lo marcaba como sexo femenino, era una pequeña hembra que crecería a ser esposa, ser madre, ser todo menos la guerrera prometida. Allí estaba, toda real, toda sólida. Realidad por ser abstracta.

-“¿Qué sucede ahí?” -se escuchó la voz del padre tras las cortinas. –“Todos esperan en la sala para el festín.”

   La comadrona abrió las cortinas luego de que la madre cubriera a la hembra apresuradamente. La mujer conocía a su esposo muy bien. Sabía que ella misma se había saciado de falsedades creyendo que su hombre era digno de llamarse bueno. ¿Pero quién era ella para autonomizarse como buena? ¿No era ella quién lo había aceptado como esposo?

   El padre corrió con mucha alegría hacía la cama donde se encontraba su mujer. Se arrodilló ante ella y comenzó a reír de una emoción loca. Una sonrisa inexplicable… ¿Amor? ¿Codicia? Dio un beso frío a la madre y finalmente sus ojos se encontraron con el rostro de aquel bebé tierno, callado y delicado que parecía sonreír a través de su pura e inocente expresión.

-“¡Astiliano, mi capitán!” -exclamó mientras acarició la cabecita de ‘su hijo’.

   La madre dejó frisada una mirada de preocupación, desconfiada del hombre a quien le había entregado su corazón. Ella se había preparado para ser madre de una leyenda, y ahora no sabía cómo actuar porque no había ensayado la escena donde el hijo resultaba ser niña. Se le percibió el miedo, y buscó refugio en el otro ser que tal vez podría comprenderla mejor. Miró a la vieja y esta asintió con su cabeza, mientras sus labios marcaron con certeza: “sí, díselo.”

   La criada levantó su cabeza, anteriormente oprimida contra la lana y miró fijamente a su esposo. La mirada fue intensa y hablaba por sí misma, alma fuerte después de todo, sostuvo a la bebé por sus axilas unos segundos, justo frente a la cara del padre y dejó caer los paños para dejar a la recién nacida desnuda. Entonces, quedó descubierta a un mundo asesino.

– “¡Qué!” -se escuchó la desprevenida sorpresa, acompañada de un gesto de frustración.

   Aquel grito de desilusión del padre pudo ser escuchado por todo el Valle, por toda Hélade. Se incorporó lo más rápido que pudo, movimientos acelerados por la defensa, y respirando con nerviosismo, incrédulo, y luego colérico, gritó:

-“¡Es una niña, no puede ser!” -se atormentó a sí mismo. –“¡No, no y no! ¿Dónde está mi hijo? ¡Dónde está mi Astiliano!”

   Se dirigió a la comadrona como tormenta furiosa, agarró sus brazos y comenzó a abatirla como si se tratara de un simple objeto. Estaba irritado. Mataría a quien fuera si su hijo no aparecía.

-“¿Dónde está mi hijo? ¡Maldita porquería!”

– “¡No sé, no sé señor!” -le respondió la comadrona ahora asustada, quien por fin comprendió el miedo de la madre.

   El hombre, furioso al escuchar la confusa respuesta, levantó su experimentada mano derecha y la depositó sobre la mejilla casi sin carne de aquella vieja, dejándola tendida en el suelo como si fuese ropa y la hubiesen recién lavado. Quedó planchada sobre el piso. La sangre no se hizo esperar y se le salió por entre los labios. Ahora completamente aterrada, suplicó antes de que el pie alcanzara sus costillas:

-“¡No, no; le juro que es una hembra! ¡Así nació!”

-“¡Mentiras!” -le gritó el padre sumido en la cólera hasta en su última y más diminuta fibra corporal. –“¡Esa cosa no es mi hijo! ¡Tú lo cambiaste por esa abominación!”, y señaló a la pequeña.

  ¿Cómo era no capaz de valorar la vida de su propia vida?, se preguntó la madre quien no reaccionaba a la golpiza que estaba recibiendo la comadrona. De vuelta a su conciencia y cuando por fin tuvo la libertad de hacerlo, la vieja abatida se incorporó y esta vez, más que miedo, sintió humillación. Sabia vieja que odiaba las injusticias, para ella aquel capitán no era más que un amador del poder capaz de quitarle la vida a quien fuera con tal de que apareciera un hijo que nunca nació.

– “¡Lo más seguro es que los dioses le cambiaron su hombría por ser usted tan abusador!” -chilló decidida.

   Si alguien tenía que morir, que más daba que fuera ella. El padre levantó su mano con un inmenso coraje, como si estuviera peleando con el enemigo mismo, decidido en dejar el fuego de su ira arrasar por completo, y se aproximó a la pobre anciana con sus dedos cerrados. Un destructivo puño aproximado que esta vez no sobreviviría.

– “¡No, por favor! ¡No, esposo mío! ¡Juro por los dioses que ella no cambió al bebé!” -lloró la angustiada madre, quien reaccionó tarde, pero a tiempo para salvarle la vida a la comadrona.

   También estaba atemorizada y no quería que la furia se le viniera encima. ¿Quién no? Si aquel hombre era Hades en persona. Pero su hija… Ella fue mujer, ahora era madre. Estaba insegura de sus sentimientos, pero poco a poco descubría una valentía que antes no había estado allí.

– “Entonces ¿cómo tú explicas, mujer cualquiera, que esa mentira sea mi hijo?”  -le vociferó el padre, acercándose a la cama.

   Tomó a la bebé entre sus brazos, arrebatándola de las manos de su madre sin la delicadeza que se le debe prestar a un recién nacido, y miró fijamente la parte baja con incredibilidad, corroborando que sus ojos no estuvieran equivocados. Tal vez fuera que todos andaban cegados por la luz, pero no. ¡Maldita vagina que allí seguía! Devolvió la bebé a la madre para evitar reventarla contra la pared y gritó, hablándose a sí mismo, en busca de una razonable respuesta.

-“¡Mentiras de los dioses, el oráculo no pudo haberse equivocado! ¡De ese maldito vientre nacería un macho, el hombre que sería capitán de toda Hélade! ¡Mi hijo! ¡Hijo de mi fuerza y mi sacrificio! ¡Ese era el designio y esto no es nada parecido!” -tomó aliento y continuó. –“¡Deberían echar a esa, esa, esa maldita a los muertos, a los perros hambrientos! ¡Matarla, pues no es mi hija, ella mató a mi Astiliano!”

   La madre sintió en su pecho una leve dolencia, un sentir extraño al escuchar todo lo que salía de la boca del hombre que le había acompañado toda la vida. Aunque ya sabía que su esposo era malvado, le dolía sentirse tan sola en un momento como aquel. Estaba confundida. ¿Quién era ella? Específicamente; ¿qué tipo de lealtad poseía? No sabía cuál camino tomar, era su esposo o su hija. Ambos caminos eran importantes, decisivos. La hija podía no ser su responsabilidad, algunas madres solo no eran madres. ¿Por qué no sumarse a esas? Meditó, no por mucho tiempo, pero fue tiempo eterno. Agachó su cabeza con movimientos muy lentos y pausados, interrogándose a sí misma.

   Nunca había ensayado esto. Era un destino inimaginable. Miró en detalle la inocencia de su bebé y la levantó, acercándola a su oído para escuchar la respiración pura y transparente de aquel corazón intocado. No sabía que le estaba sucediendo, pero sintió en su interior una llamarada de emoción que la quemó para dejarla marcada, y al cerrar los ojos, la corriente de un inquebrantable sentimiento le susurró: «es tu hija, de tu misma carne». La criada que se había transformado en esposa, se convertía en madre. Su lealtad estaba destinada a su hija, porque era quien necesitaba de ella.

– “¡Si quieres un niño, corre a los brazos de otra mujer, pues esta es mi hija y nadie la tocará!” -le gritó de vuelta, con una mirada fija y decidida, a aquel hombre irreconocible que insultaba su creación. –“Si te le acercas, juro que te mataré.”

   El desilusionado padre se acercó a la cama, estallando en sí un maremoto de cólera, y levantó la inmensa mano para golpear a su esposa.

– “No se atreva capitán Karsten” -comandó una voz gruesa y firme, totalmente mandataria.

– “¡Mi rey!” -exclamó sorprendido el capitán, reverenciando la entrada de la nobleza.

   La comadrona, luego de ser golpeada, corrió en busca del rey, quien se encontraba en la sala común acompañado de algunos invitados para celebrar el glorioso nacimiento del gran futuro Astiliano. La anciana gritó sin cuidado ante todos los presentes lo que había pasado, estando entre ellos personas muy… y entonces el rey corrió para aplacar la ira del guerrero padre. Sabía muy bien la codicia que el corazón de aquel soldado poseía.

– “Esa acostada allí” -dijo al señalar a la madre –“Podrá ser tu mujer, pero es mi criada y en mi casa los criados ni los esclavos son golpeados; así que controla tu furia Karsten y explícame que está pasando.”

– “¡Es niña!” -exclamó angustiado el padre con lágrimas en sus ojos rojos. –“¡Es una maldita hembra! ¡El designio era falso, el oráculo se equivocó!”

   El rey se acercó a la cama escéptico de lo que escuchaba. Sostuvo al bebé en sus brazos y se aseguró de lo que el capitán decía. La vagina no se iría.

– “Con que es una hembra” -se dijo a sí mismo.

   Nueve meses atrás, los sacerdotes sagrados habían anunciado al consejo y al rey que al capitán le nacería un niño el cual sería gran gloria para el pueblo griego.

El oráculo había hablado. Los dioses habían prometido. Proclamado la luz griega.

No había dudas, nacería un niño y con él, nacería un hermoso futuro. Una innovadora esperanza de riquezas, de poder. Hélade lo necesitaba más que nunca. Habían perdido varias batallas y su reinado se debilitaba cada día más. Eso cambiaría con el nacimiento del niño guerrero.

   Durante ese tiempo a la criada se le trató como a una reina. Aquella mujer dejaba de ser cualquiera. No solo sería madre, sino que sería madre de un guerrero y capitán; un gran orgullo deseado por cualquier madre griega. El día del alumbramiento sería arrastrado por los siglos en los grandes libros de historia más importantes, sería contado por las lenguas más talentosas, sería escuchado por los oídos más privilegiados. Un nuevo amanecer nacería para Hélade, para la antigua Grecia. Un niño grande y fuerte, que cuando se transformara en hombre llevaría a Grecia por senderos de luz ante la guerra. ¡Un Heracles real y sólido! Pero en aquel día, con aquel nacimiento, a causa de aquella niña, no solo habían perdido la guerra, sino la gloria.

15 Pensamientos

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.