Un cáncer que no perdona

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Siempre nos decidimos que la vida es impredecible, que debemos estar dispuestos a cualquier acontecimiento ante la fragilidad de nuestra existencia, que debemos aceptar los cambios con el esmero de que los males no duran más de cien años. Pero la realidad es otra.  La realidad es que nunca se está preparado para cuando llega la muerte a reclamar su espacio en la vida, mucho menos cuando llega repentinamente, con un augurio regido por un diagnóstico fatalista y en tres ocasiones consecutivas. Esa es la historia que marca un antes y un después en mi familia materna.

Cuando llegó la primera mala noticia, recuerdo que cursaba mis años de escuela intermedia. Apoyada por una familia unida, amorosa, con todas las necesidades cubiertas y un desempeño académico sobresaliente, andaba por la vida con cara de invencible. Toda inocente, pero casi imposible de derrotar. Los amigos, los buenos ratos, los días festivos en compañía de la gente amada me hacían sentir segura de que nuestra existencia era tan color rosada como siempre me habían dicho que no lo era. Y luego entendí que tenían razón, pues llegaron los días oscuros, de colores negros y nublados, el primer paso que nos asomaba a un abismo al que seríamos lanzados, sin más remedio que gritar en nuestro camino hacía el vacío.

La hija, nieta, sobrina, prima querida, Gloriann, aquella que solo veíamos los fines de semana por causa de una separación, la que todos respetábamos por su dulce inocencia, la segunda nacida de la tercera generación, la gordita que todos felicitamos porque había perdido la mayoría de su sobre peso, con su pelo rizado y su sonrisa de ángel, se enfermó de cáncer. Tenía 14 años cuando tuvo que enfrentar tan devastadora enfermedad que día a día le consumía, no solamente las libras demás, sino sus fuerzas, su espíritu alegre y su cara de niña. La noticia llegó a comienzos del 2007, con un diagnóstico tan desalentador que nunca nos quedó claro cuáles tipos de cáncer padecía y cuáles no. Vino la sorpresa, el sobrevivir de un caminar que no se quería andar, pero que no teníamos más remedio que recorrer. Su padre hizo todo lo que estuvo a su alcance para salvar a su primogénita, la familia se desbordó de amor incondicional, de hacerla sentir más especial que nunca, de levantar plegarias por aquí y por allá para que Dios le salvara la vida por un rato más, que era muy niña para morir de aquella manera, que le faltaba cumplir sus 15 años, aunque eso fuera.

No importó cuanto se hizo o se dejó de hacer, cuanto se recaudó en fondos para darle la mano a sus padres con los gastos médicos, los días de trabajo perdidos o los viajes constantes, ya para diciembre de ese 2007, un día después de celebrar Navidad, la familia Rodríguez Nieves, tan unida y cercana, guardaba su primer ángel en el cielo, cambiando sus plegarias para que Dios la recibiera con el más especial de los amores. Lloramos por el luto, nos retorcimos del dolor. Mi inocencia fue decayendo, y con ella, la de muchos otros familiares que se sentían derrotados por las vueltas insospechadas de una existencia en la que la muerte es segura, pero nunca nos viene bien.

Ya la vida no era tan inofensiva, ni una fiesta de Navidad todo el año en la que se nos cumplía la mayoría de nuestros deseos. La muerte había llegado a la puerta de nuestras casas y había arruinado cualquier día soleado que se viera a través de la ventana. Cuando nos pensamos tan dolidos que nada peor podría pasar, volvió a llegar la misma primavera descolorida, cargada de noticias imposibles de creer, de sobrevivir, de reflexionar.

En enero 2008, el patriarca de la familia, Aníbal, sufrió su primer ataque al corazón. Una dos semanas después, salió vivito y coleando del hospital a recibir, junto con el resto de la familia, una de las otras tres sorpresas más desagradables que se podrían enfrentar. El padre, hijo, tío Daniel, el menor de los cinco hijos, con sus mejillas de hombre a quien le sobraba el amor para compartir, con su personalidad de comediante, el que nunca decía no para extender la mano y ayudar, con sus ojos llenos de esperanza y vida, estaba enfermo. Un quiste redondo en su mano derecha que delataría que tenía cáncer. Sí, cáncer por dosis doble. Hacía apenas un mes que nos despedíamos de una de las más cercanas por causa de una enfermedad consumidora de alegrías y ahora llegaba con toda su carga, nuevamente, para intentar cobrar otra vida. No había fuerzas para continuar, pero nadie tampoco se podía detener.

El proceso médico fue bastante similar. Lo operaron y la situación empeoró, poco a poco, como un andar agonizante, a tal grado que fue necesario que viajara a Estados Unidos para recibir un mejor tratamiento con el plan privado de su media hermana, pues el cuidado público con el que contaba le restaba posibilidades a su recuperación. Pasó el tiempo, como un año en el que solo se vivió el frío invierno, llegó el octubre del 2008. Con pocas hojas, como un árbol deshecho, llegaron las esperanzas de que mi tío mejoraba, mi abuelo parecía estar bien, pero… sí, la muerte aún merodeaba. Estaba lista para su próximo golpe, para seguir restando y recordarnos que es ella la que manda nuestra existencia.

Su próxima presa lo fue la matriarca de nuestro hogar, la madre y abuela que todo lo daba, Esther. Y sí, era cán-cer. ¿Cómo era posible? ¿Acaso no bastaba con lo que ya se había vivido? ¿Con lo que se no había quitado, arrancado? El hogar que una vez era se fue perdiendo lentamente, con cada cabello que aquellos amados perdían en su afán por aferrarse a la vida. Bastó un dolor de cabeza, varios estudios y ya la sentencia estaba puesta sobre mi abuela, quien cargaba la enfermedad en el mismo centro de sus memorias, allí, en el cerebro donde no importara cuánto veces la abrieran, el cáncer seguiría creciendo, multiplicándose, quitándole la vida a ella y quedándosela para sí misma. La señora bajita y redonda, con su buena mano para la cocina, su amor incondicional por todos y un espíritu inquebrantable, pasó a ser nuevamente una niña.

En esos momentos no se piensa en nadie, se evita preguntar cómo se sienten los demás por miedo a que te cuenten y no le puedas apoyar por el gran peso que llevas en ti mismo. Así que sí, me veía a mí misma parada en la nada, viendo a todos enfermarse y no poder hacer nada. Solo esperar. Orar porque el desenlace cambiara. Pero a veces, más podía la agonía, esa agonía de saber que Gloriann no había logrado la batalla, y que mi tío y mi abuela le seguían sus pasos. Aunque no se hablara, se sabía, se veía, se sentía que mi familia se arrastraba del dolor mientras en su espalda trataba, lo mejor que podía, cargar a sus enfermos. Y el augurio no era bueno, ya que bastaron tres meses después para que mi abuela empeorara y estuviera más cerca del umbral de la muerte.

Pero había un peso más pesado que todos los demás. Para evitar que se atrasara en su recuperación, la familia decidió mantenerle en secreto a mi tío que mientras él se batallaba su vida en Estados Unidos, su madre trataba de salvar la suya en Puerto Rico. Obra de Dios o instinto, nunca sabremos, pero le entró un desespero en su corazón y quiso volver a su tierra, a su madre, a los hijos que tuvo que dejar atrás. Entonces vino algo peor que verse a sí mismo enfermo. Ahora la madre que lo había criado, que le había amado incondicionalmente, le recibía sin un solo cabello, con ojeras oscuras, piel desgarrada… Sí, sufrirían el mismo fin.

Como un plan perfectamente meditado, Daniel regresó dos semanas antes que mi abuela partiera a su próxima vida. Un diciembre 2008, nueve días después de mi cumpleaños número catorce. La matria de la familia había muerto. Iba allá, a donde quiera que van los muertos, a juntarse con Gloriann, en un camino que por más que hubiéramos querido acompañarle, era imposible seguirle.

Con más cartas que jugarnos, la muerte no se detuvo. Mi abuelo sufrió un derrame cerebral. Mi tío comenzó a tener convulsiones como resultado de su quimioterapia. La tristeza recayó sobre nosotros como un velo denso y negro, que no tenía piedad, que nos enfermaba a todos en conjunto de unas emociones imposibles de escapar. Dos hijos pequeños tenía mi tío, y ya para mayo 2009 le decía a su esposa que cuidara de ellos, que nunca los dejara solos porque presentía, sabía por lógica sobre el mal funcionamiento de su sistema, que no le quedaba mucho tiempo.

Junio 2009, mientras la mayoría lloraba la muerte del astro del pop, Michael Jackson, mi familia lloraba la pérdida del tío más dado que podría tener cualquiera en la vida. Ya para el año siguiente mi abuelo había sufrido dos ataques al corazón y un derrame cerebral, y mientras me pensé destruida, frágil y estancada, la casa de mis abuelos donde vivían ellos con mi tío, su esposa e hijos, había quedado desolada, habitada por un pobre viejo que no veía, y al margen de un corazón a punto del colapso que muchos años después terminó por fallarle. Así que sí, se puede decir que el cáncer no perdona, que mata cuerpos, mata familias y le resta brillo al alma.

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2 Pensamientos

  1. Cómo me recuerda a mi niñez . A los 7 años murió mi abuelo. A los 10 añosinformación abuela y a los 10 años (de mi edad ) mi padre . Mi vida paso de ser una niña humilde pero feliz a convertirse en una adolescencia prematura y llena de tristeza

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