La danza del agua oscura

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Era el mismo sueño de siempre. El agua negra, la asfixia mientras me hundía, mi vestido bailando al son rítmico de una profundidad que me carcomía las entrañas, el pesar de que no había vuelta atrás. Y el olor, ese olor que siempre supe que era, pero que nunca me atreví a señalar.

Me levanté sin mirar si Roberto se había dado cuenta de que volví a tener la peor de las pesadillas. Luego rápido recordé que el doctor me dijo que dejara de preocuparme por el sueño de agua oscura, porque eso fue una concepción que mi madre me metió en la cabeza desde niña y no me pertenecía. Que me lo repitió tantas veces, en tantos ángulos y nuevas escenas que me había creado un trauma con el agua negra.

La primera vez que yo recuerde que me lo dijo fue cuando fuimos al lago. Aunque de inicio no creyó en la supersticiones de aquella gitana, cuando me hice famosa en el cine, teniendo mi primer papel cuando a penas era una niña, comenzó a creer en la profecía.

La primera parte era buena. Que le nacería una hija prodigio, tan llena de talento que desde pequeña podría generarle tanto dinero a la familia que sería la bendición más sagrada de su vida. Y pasó. Pasó que me llegó la fama, más contratos y una reputación de belleza incalculable. Pero la segunda parte era mala. Tan terrible a los ojos de mi madre que la primera vez que fuimos al lago, me dejó encerrada dentro del carro porque de pronto recordó las palabras haciéndole eco en la cabeza.

—Cuidado del agua oscura.

No era un designio, sino una advertencia, así que, siempre que podía evitar estar cerca de ella, allí estaba yo, alejándome, porque, como tal vez era de esperarse, crecí con un terror horripilante al agua.

Lo demás fue rutina. Me levanté. A pesar de que al principio no miré a Roberto, luego me quise percatar. Seguía durmiendo. Aunque al comienzo de nuestros días juntos se alarmaba por el estado de nerviosismo con el que abría mis ojos, ya con tantos años de matrimonio y dos hijas a nuestro cuidado, se preocupaba más por aprovechar la mayor cantidad de horas de sueño que por andar velándome los míos.

No lo culpaba. Desde hacía mucho que le dejé de culpar por muchas cosas. Los problemas que por primera vez nos hicieron divorciarnos al año de casados, se habían hecho costumbre y habíamos aprendido a ignorarlos. Los gritos, insultos, a veces golpes de ambas partes, los habíamos hecho un secreto entre nosotros, lejos de la prensa y de mis hijas.

Por eso, cuando vino la advertencia, no la supe entender.

Llegué a casa frustrada. Llevaba la chaqueta rosada combinada con una falda a los tobillos y las sandalias cerradas. Eran planas, por supuesto. Desde que alcancé los 40 el trabajo se me hacía más difícil. Y no, no era cansancio de los tacones. Era que estaba tan desganada que prefería caminar ligero, salir de aquel estudio lo más pronto posible para que no notaran mi angustia.

Seguía siendo bella y plena. Mi cuerpo esbelto y en bastante buen estado. Dinero para mantenerlo con las mejores tendencias del mercado nunca me faltó. Pero no toda la gente envejecía los mismos años y para mi desgracia escogieron un coactor para mi nueva película al que casi le doblaba la edad y me hacía ver vieja en pantalla.

Pues llegué frustrada porque hacía años que me venía pasando algo similar. Me quité las sandalias, la chaqueta y me tiré al sillón con el sostén al descubierto. Cuando Roberto salió del estudio, me vio allí toda apenada, llorando como una niña porque no había ser humano que pudiera escapar del tiempo, ni tan siquiera la pequeña prodigio de la gitana.

Me preguntó que me pasaba y le conté. Le dije que Cristiano me ponía nerviosa con su belleza y esplendor, que en vez de hacerme brillar en escena, me opacaba como un zapato muy gastado al que ya no se le podía arreglar. Que eso afectaría mi trabajo, nuestras ganancias, el futuro de las niñas, que no importara cuantas veces fuera a tratarme, las arrugas comenzaban a salírseme.

No pensé que fuera a sentirse apenado por tal vanidad, pero le vi el mismo terror en sus ojos. Tal vez también se le venían los años encima y podía comprender, de cierto modo, a lo que me refería. Se sentó entre mis piernas y me empujó a su pecho. Me dijo que no me preocupara, que lo arreglaríamos pidiéndole el favor a Cristiano de proyectarse mayor en escena. Que él le conocía, que no era un mal muchacho que hiciera las cosas a propósito y que, al final del día, el dinero lo solucionaba todo.

Le llamó. Iríamos de vacaciones en el yate por algunos días. Dijo que sí, que le encantaría, qué que mejor que compartir con su amigo y su hermosa esposa, la compañera de cine. Dejamos las niñas con la nana y zarpamos en compañía de un capitán y nosotras, las tres almas, que no cocinaríamos, ni lavaríamos ropa, ni atenderíamos trastes, ni tendríamos que preocuparnos por nada porque el propósito del viaje era disfrutarnos la vida.

Cinco días y todo parecía estar bien. Nos levantábamos cuando nos diera la gana, comíamos y bebíamos cuanto nos placiera, calzábamos nuestros mejores atuendos y, de vez en vez, llamábamos la atención de una u otra persona que nos reconocía con nuestro bullicio, la tripleta de risas de gente adinerada que la estaba pasando de maravilla. Pero todo empeoró drásticamente en la quinta noche, mientras cenábamos en un restaurante de lujo.

Conversábamos y reíamos como de costumbre. A gusto uno con el otro. En ese momento Cristiano ya había acordado hacer todo lo posible para no verse tan perfecto y nos iba súper bien el plan. Trago tras trago, en algún momento Roberto se levantó para ir al baño.

No me estuvo extraño porque no era la primera vez que nos quedábamos a solas, pero, en cuanto Roberto desapareció tras las paredes con empapelado, Cristiano se movió de silla, justo a mi lado. Se le pegó una sonrisa medio descarada y movió su mano lentamente, sutilmente, hasta pasármela por el muslo derecho.

Quedé perpleja. Al principio me sentí insultada por el atrevimiento, pero rápidamente cambió mi parecer. Mis complejos de ser vieja y no suficiente se hacían más pequeños mientras acercaba su mano a mis entrepiernas. Si estaba auscultando por aquella zona era porque me veía como material sexual. Sexual de sexy, sexy de deseable, deseable de servible, servible de hermosa, hermosa de joven. Y me dejé llevar, tanto que cuando me pellizco, no lo sentí como un maltrato. Era una invitación.

Juro que no quería. No quería que fuera él y su mano en mi entrepierna. Siempre preferí las de Roberto, pero mis inseguridades me tenían allí pegada, sin decir nada. Sin dar ninguna reacción. La próxima fue una acercamiento directo. Puso su codo sobre la mesa y se me acercó cara a cara. Sacó su mano de la entrepierna y me apretó ligeramente por el cuello para quedar suspiro a suspiro.

De seguro tenía ojos de terror, pero, al igual que en mi pesadillas, todas las sensaciones eran demasiado pesadas como para escaparlas de una sola palmada. Y aunque no lo pensé, bastó una sola palabra para que todo se fuera a la mierda.

—¿Natalia? —cuestionó Roberto cuando se nos acercó y nos sorprendió al hilo de un beso.

Reaccioné. Levanté la mirada y enfrenté a mi marido con una en busca de misericordia. Tuve que actuarlo. Me incorporé de la silla, le pegué una cachetada a Cristiano y hui de la escena a paso ligero, internándome entre la gente, alcanzando el muelle y tirándome de cabeza a la cubierta del yate para derramarme en llanto.

Lloré por tantas razones que no aún no puedo identificar alguna de ella. Luego tuve miedo, miedo de que aquella mano fuera de lugar me costara tantos años de sacrificios al lado de Roberto. Ya sabría el precio de mi desdicha, porque hacía mí venia el diablo con las ojeras encendidas, caminando tan fuerte sobre las tablas del muelle que el barco se movía.

Me gritó, una y otra vez. Lloré más alto. Se irrito más por no contestarle la pelea como era costumbre entre nosotros. Al no tener obtener una sola palabra, me tomó de los brazos, me estremeció y boom, vino la cachetada. Que quién me creía para ridiculizarlo frente a todos. Que solo quería ayudarme y yo le traicionaba de aquella vil manera, que era una cualquiera, que siempre quise ser más mujer que esposa. Que la lindura me venía de maldición, que se hubiera casado con una fea para ahorrarse los problemas.

Vino la otra pescozada. Directo a los labios. Lloré aún más fuerte. Miedo, angustia, culpa. Que me quitaría las niñas, que ya no regresaría a escena, que me quedaría en casa como debía hacerlo una mujer de mi edad. Luego el puño, más gritos, lágrimas, saliva y moretones. Algunos escucharon cuando comencé a pedir ayuda. Miraron, pero de seguro entendieron el verdadero llamado que hacía.

Le pedía ayuda a Dios para que borrara aquel tacto de hace unos minutos sobre mi entrepierna. Le pedía que explotara el inodoro de aquel restaurante para que Roberto no saliera a tiempo y nos sorprendiera. Le pedía que Cristiano me aborreciera. ¿O eso no? ¡No sé! Yo quería seguir siendo bella y deseable, pero no al precio de pagar con mi familia.

Me empujó dentro del bote y me encerró en nuestro camarote. Me tendí a la cama a llorar. No sé que pasó fuera de la puerta, pero zarpamos. Sin saber si Cristiano se había subido o no, jamás me atreví a intentar salir de aquellas paredes que simulaban madera. Lloré largo y tendido. Los moretones comenzaron a incomodar y me quise ver al espejo del baño para saber con exactitud a que me enfrentaba. No eran tantos, así que me calmé un poco. Habíamos tenido otras peleas como estas. Nunca me había dejado tocar, pero no era la primera vez un pretendiente intentaba pasarse de listo conmigo. Solo necesitaba un buen baño, mi ropa de dormir, acostarme a descansar y al otro día todo estaría mejor.

Llené la tina a cabalidad porque quería quedarme allí, en el agua caliente por un largo tiempo, donde pudiera tener el control de mí. Me quité el traje de gala, la ropa interior y me eché al agua. La piel comenzó a brillar, mi cabello a alisarse y me sentí mejor. Me sentí joven y bella. Recordé lo sucedido. Me sentí un poco culpable porque volvía a alegrarme de que Cristiano se haya sentido atraído hacía mí. Un joven tan perfecto no podía fijarse de cualquiera, sino de las más bellas y yo todavía estaba entre ellas.

Dejé el pensamiento de una sola vez porque Roberto entró a la habitación. Lo escuché quitarse los zapatos y la chaqueta. Se tendió en la cama por algún tiempo. Decidí ignorarlo. Pensé que se había quedado dormido, pero al rato entró al baño, no gritando, pero con su actitud de macho en celo, que desde cuánto hacía que quería andarme regalando como puta para sentirme bonita.

No contesté.

Que si no me bastaba con que él me lo dijera de vez en vez, lo hermosa que era. Tan malagradecida, con todo el apoyo que todavía tenía de mis fanáticos. Siempre puta. Queriendo enseñar demás para llamar la atención. Que hasta dónde llegamos Cristiano y yo mientras él estaba en el baño, que cuántos besos nos habíamos dado a escondidas en los pasados cinco días.

—Ninguno —le dije—. Ninguno, ni hoy, ni nunca.

Se acercó a la tina, se arrodilló frente a ella. Le dio pena verme llorar de nuevo. Se calmó. Que me amaba, que no le hiciera eso, que por qué no podía ser suficiente tener un buen cuerpo y una sonrisa bonita a los 40. Me pasó la mano por el cabello y le creí. Le sonreí. Me miró a los ojos y luego se dedicó a admirarme el cuerpo. Me deseó.

Me sacó de la tina toda mojada y de un jalón, me agarró entre sus manos y me llevó a la cama. Comenzó a besarme por el cuello, con ligereza y agudeza. Me apretó las caderas con una mano mientras con la otra intentaba quitarse la correa. Me sentí… usada. Quería arreglar nuestras diferencias antes de revolcarnos en la cama, pero así era él. A su hora y a su manera.

Me agarró por los muslos mojados y fue bajando su boca por mi torso. Me alcanzó las costillas con la lengua y siguió zigzagueando hasta alcanzar mi vagina. Luego de una probada, me besó por los muslos, con lujuria. Me quise dejar llevar, pero paró. De pronto. Sin más reparo que quedarse mirando unas marcas en mi muslo derecho. Eran frescas. No tenían sangre sobre ellas, pero eran un buen apretón con las uñas. La roja se veía saltada tras los rasguños.

Me miró a los ojos con los labios aún mojados. Que quién carajo me había hecho eso porque él no había sido. Desde que llegamos al viaje no nos habíamos tocado ni una sola vez. Me asusté. Tuve miedo de que pensara lo que no era mí. No me creía capaz de serle infiel. No quería yo misma pensar eso de mí. Cerré las piernas y me senté. Él se levantó de sobre sus rodillas y se me quedó mirando con la erección ya a medias. Y le dije. Le dije que Cristiano había intentado propasarse conmigo en el restaurante y que me había agarrado de mala forma allí mismo, donde quedó la evidencia.

No le bastó. Me miró con los ojos en agua negra, me agarró por el pelo y me llevó al baño. No pude decir nada más. Me arrodilló frente a la tina, tomó mi vestido negro del suelo y me lo puso en la cara. Con una mano que asfixiaba, me sumergió bajo el agua todavía estancada.

El sueño volvió. Con cada respiro menos de vida, entendía la advertencia, así que supe que iba a morir desde que me metió la cabeza allá abajo. El vestido comenzó a desteñirse y las hilachas de pintura comenzaron a deslizarse por el agua que, poco a poco, se tornaba negra. Me asfixiaba, me asfixiaba, pero seguía con la memoria del olor, el olor de mi propio cuerpo, de mi perfume favorito conjugado con mi piel, con mi belleza.

No dejó de apretar hasta que me supo quieta por lo que decidí dejar de un lado el pesar de que no había vuelta atrás, oré por ultima vez en favor de mis hijas y me dejé ir a la profundidad, mi vestido danzando al ritmo de la oscuridad que asemejaba pequeñas olas.

Lo demás me lo imaginé.

Se sorprendió cuando vio que no respiraba y que ya no había marcha atrás. Era un asesino. Mató a la mujer que dormía con él, hacía ya tantos años, por un arranque de celos. Se tuvo que sentar por completo porque no podía con el asombro del pecado tan vil que había cometido. Lloró. Se comió los dedos. Miró mi cuerpo, tan sumergido en la tina que se quedó a medias, con el cabello rubión flotando sobre el agua negra.

Lloró otro rato más. La culpa, la pena, las niñas. Luego vino el miedo. La leyes, la prisión, el escándalo, la pedida de la estabilidad económica. El dinero lo resuelve todo y él tenía para aquello y más. Me tomó, mis brazos y piernas moviéndose en descontrol por la falta de vida. Me puso sobre la cama. Me vistió con la bata que me pondría para pasar la noche en pena y salió callado de la habitación. Se aseguró que Cristiano estuviera encerrado en su camarote y que el capitán estuviera al mando. Soltó el bote de repuesto. Luego me fue a buscar. Me cargó entre sus brazos con mucho pesar, pero con un terror de ser descubierto mucho mayor. Llegamos a la cubierta de popa. Me dio un ligero beso en la frente y me susurró perdón.

No por matarme, sino porque sabía cuánto odiaba el agua y ahora me condenaría a vivir eternamente en su baile de niebla, en medio de la nada, en la oscuridad de la noche, sin nadie que me hiciera velada.

Me tiró sin más reparo que deshacerse de la evidencia.

Se fue al dormitorio y esperó un tiempo razonable. Se vistió con su ropa de dormir y salió alarmado más tarde en la noche. Fue hasta el capitán, que si me había visto. Que no. De seguro ha de estar con Cristiano. Fueron a su habitación. Tocó él. ¿Dónde está Natalia? Que no la he visto. Pues me parece que está desaparecida. Comenzó la búsqueda por todo el yate. Que faltaba yo y el bote salvavidas. Sugirió que tal vez me había ido en medio de la noche, pero el capitán le desmintió, que con el terror que le tengo al agua era imposible que zarpara en dirección de la nada, al amparo del océano sin fin.

Que a lo mejor tenía razón, pero que no llamara a la policía aún. Que no quería un escándalo innecesario, que de seguro andaba escondida por algún lado. La búsqueda duró más de tres horas antes de que el capitán tomara, bajo su propio riesgo, el teléfono y notificara a las autoridades de mi desaparición.

Recogieron mi cuerpo flotando unas horas después. Que morí ahogada. No en la tina. En el océano. Cuando se lo dijeron a mamá, supo que la profecía era completamente cierta. Estaba condenada desde que había nacido a morir de aquella manera. Así que, cuando le dijeron que me caí de la cubierta por un accidente, lo creyó con toda su fe. Hasta a mi doctor le pareció lógica mi trágica muerte.

Estaba tan traumada por el agua oscura, que decidí entregarme a ella de por vida.

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