Las lobas de Pompeya

Aunque mamá también pagaba impuestos, como gente plebeya, siempre me acusaban de ser hija de una loba, como si su oficio fuera una desgracia para la familia, una mancha del pecado que me había nacido impregnada en la frente. Recibir paga por compartir su cuerpo era innoble en Pompeya, pero no lo suficiente como para que el estado no se lucrara de ella. Así que, dado a que había tanto que pagar, nunca vivimos de lujos como pensaba la mayoría. Por el contrario, había lo justo para no ser unas muertas de hambre, pero no sobraba lo suficiente para ser parte de los más afortunados. De todos modos, no teníamos lugar ni entre los ricos ni entre los pobres. Cuando andábamos por la cuidad, se nos quedaban mirando con ojos altivos, culpándonos por nuestros pelos rojos.

Les alarmaba el color de nuestros cabellos porque las lobas siempre iban de rojo, como una marca exclusiva para darse publicidad sin mucho esfuerzo. Y era cierto, pero, a pesar de que muchas se teñían el cabello para hacerlo ver cómo las llamas del fuego, mamá y yo siempre lo tuvimos así por naturaleza. Cuando le nací, según me contó, le reclamó a los olímpicos sobre por qué había salido con el mismo pelo rojizo de las lobas y, desde entonces, supo que sufriría la misma desgracia que ella, aunque decidiera escoger otro oficio.

Y así pasó. La pelirroja, que no tenía pareja estable y a la que los clientes la adoraban en privado y aborrecían en público, se multiplicó de un día para otro, y ahora, según las malas lenguas, se la pasaba enseñándome los dones de la seducción para quedarme con el negocio familiar cuando sus carnes ya no bastaran. Por el contrario, ella me enseñaba otras cosas de la vida y las amigas, del cuerpo y del placer, de mis condiciones y elecciones. Me hablaba sin tapujos, señalando el poder de mi cuerpo femenino, pero nunca me obligó a seguirle los pasos a cambio de más ganancias.

Cuando a los 15 años me empezó a gustar Valentino y ella se enteró, me dijo que era lo correcto para mí si decidía casarme y vivir bajo la sombra de un hombre como la mayoría de las mujeres en Pompeya, que ella, incluso, así lo prefería si eso me alejaba del mundo cruel de las lobas, porque quería algo más noble para mí. Le contesté que por Valentino sentía más que deseos de besarlo, pero que aún estaba confundida y me comprendió.

Aunque sabía más del junte carnes y placeres, una vez supo del amor. De allí, salí yo. Conoció a un gladiador en el anfiteatro que le robó el corazón con su afamada valentía. Se amaron una sola vez, sin nada de precios ni negocios, y, dado a que mamá lo hizo con tanta pasión, se descuidó y le nací yo. Al principio se arrepintió porque fui un gasto añadido cuando el lupanar, la casa de las lobas, no le permitió llevarme a los turnos de trabajo, pero, después, cuando mi padre murió en la trifulca con la gente de Nuceria, dio gracias a los dioses que me tenía a mí como vivo recuerdo del único hombre que amó. Pero, digo yo que era una memoria vana porque me parecía más a ella que a él. Y, ahora que ya había tenido mis primeras experiencias sexuales con Valentino, se me formaba el cuerpo más como mamá, cada día más loba, más condenada a ser su duplicado.

—Tráete a Alessia uno de estos días. Ya está lo suficientemente linda como para que nos deje ganancias. Nos los dividimos justamente y listo. Una loba nueva —le ofreció el dueño del lupanar a mamá cuando el busto me empezó a crecer para marcarme como una Venus.

Dijo que no, por supuesto. Le amenazó con que no regresaría a trabajar si volvía a hablar del tema y juró que me protegería de su vida de peligros en la que solo valía por los contornos de su cuerpo. Me acosó diariamente para que me casara con Valentino, pero al cabo de un par de meses el muchacho, por vergüenza a mi pelo rojo, se casó con otra. Con el corazón abatido, porque pensé que lo que habíamos compartido era un poco más especial, le pedí a mamá que me dejara ser como ella, que estaba lista para decidirme.

Sí, a esa edad me había fijado que a las lobas le tenían miedo. Las miraban de reojo y con pensamientos de maldad, pero siempre abrían camino para que pasaran y se marcharan ligero. Eran portadoras de enfermedades, cuerpos atrayentes que aclamaban por el pecado, hermanas de las llamas del averno, brujas del volcán que mantenían su lugar en la sociedad por los impuestos que le pagaban a Nerón y nada más. Aunque, creo, que ese era solo el pensamiento de las demás mujeres. Los hombres, en privado, se deleitaban con aquellas Venuses que, beso a beso, lamida a lamida, le borraban todas las inquietudes y preocupaciones.

Mamá no contestó mi petición por un largo tiempo. Me dejó a la intriga sobre qué pasaba por su mente. Sabía que me quería casada para desligarme de su desdicha, pero le atemorizaba el color de la vergüenza que llevaba en la cabeza y en otras partes del cuerpo. Ese desgraciado no me dejaría conseguir marido digno y me condenaría, como ya pronosticaba la gente, a prologar el negocio familiar.

Cumplí 18 y, a pesar de que mamá aún no me daba permiso para oficializar mi destino, ya permitía que Valentino me pagara por nuestros encuentros sexuales. A los meses de casado regresó a pedirme que nos siguiéramos viendo y, como me sentía traicionada, le puse la condición de que tendría que pagarme. Al principio me debió algunos días porque lo hacíamos por amor, pero después, cuando lo veía en el pueblo con su esposa de la mano y simulando vivir feliz, me dio tanta rabia que le subí los cargos y le exigí que pagara a tiempo. Desde entonces era, la mayor parte del tiempo, más por la paga que por amor. Me sentía poderosa en control de mis ganancias, pero por respeto a que mamá aún no me respondía, no añadí clientes a mi jordana.

Siempre nos encontrábamos en algún campo remoto para no levantar sospechas, pero una tarde, al muchacho se le hizo tarde para ir tan lejos. Tenía el tiempo ajustado para regresar a su hogar, pero no quería hacerlo sin la complacencia de recorrer mi cuerpo y me pidió que nos encontráramos en mi casa, un cuarto que compartía con mamá cerca del lupanar. Mamá estaba trabajando y me atreví a meter un hombre a nuestra morada porque esas ganancias nos servirían para seguir mejorando nuestras vidas. Eso me dije. Además, si se enteraba, de seguro me comprendía.

Lo recibí y sin preámbulos nos fuimos a la cama. Me sentí tan confiada en aquellas paredes privadas, que le ofrecí uno de mis mejores servicios. En la calidez de sus manos excitadas, volví a querer ser yo la única en sus pensamientos y me imaginé casada con él. Lo extenué hasta que no le quedaran ganas ni de vivir y cuando se quedó dormido, me le eché al lado para escuchar su respiración en mi oído. Me quedé dormida casi de inmediato en un sueño tan profundo que continué mi vida luego de cerrar los ojos.

Me vi parada en el camino hacia la cuidad. Pompeya más linda que nunca. Mamá me pasó por el lado para unirse, más adelante, al grupo de lobas que se reunían como gladiadoras. Hacia ellas corrió una muchedumbre, que las apedrearon por su oficio. Les gritaban palabras crueles mientras se acercaban con las lenguas arrastrándoles por el piso. Mujeres rabiosas porque sus maridos las aborrecían a causa de ellas. Comprendí, en los gritos de las víctimas, que eran presas de su condición. Comprendí, en los gritos de las atacantes, que eran presas de su condición. Tembló el suelo en medio de la trifulca y, a lo lejos, el volcán suspiró. Pero, el suspiro fue Valentino llamándome al oído porque todo temblaba en el mundo de los vivos. No temblaba suave y poco como siempre. Pompeya se estremecía. Luego vino el grito.

—Alessia, ¡levántate! Se cae la casa.

Me agarró de la mano, desnuda, y, desnudo también, me sacó por la puerta. Afuera todo se tambaleaba. Caímos al piso en una postura extraña, sin control de nuestros cuerpos. Veía, como en pausas instantáneas, la gente que intentaba correr, pero el piso estaba muy escurridizo como para seguirle el ritmo. Valentino me aguantó la cabeza en su pecho y, cuando se vino todo abajo, el terremoto se rindió.

No sentimos vergüenza cuando la gente viva alrededor se percató de que estábamos desnudos, porque la gente aplastada y despedazada debajo de los escombros eran una imagen mucho más espeluznante. Cuando el asombro nos abandonó, recogimos los primeros trapos que encontramos y nos cubrimos. Mientras me vestía, por primera vez, intercambié mirada con Valentino, y vi el horror compartido. Se me salieron las lágrimas en un intento de silencio por la vida tal cual.

Nos había agarrado la tierra justo después del pecado y nos había puesto en ridículo. Pensé en las mujeres del sueño, las lobas sumisas y las ovejas coléricas, y supe que yo también era culpable del sufrimiento de otra, que unas a otras nos condicionábamos por la admiración de unos cuántos hombres. Valentino pensó que lloraba porque tenía miedo y me besó en la frente. Me dijo que me dejaría en el lupanar porque tenía que ir a auxiliar a su esposa. Me sentí estúpida de poner el sueño por encima de la pesadilla que estábamos viviendo y decidí concentrarme en el momento.

Mamá estaba viva, gracias a los dioses. Cuando me vio llegar con Valentino, no se pudo levantar a abrazarme porque había sufrido heridas en las piernas. Le toqué ligeramente la mano a él en señal para que se marchara, y me eché al lado de mi loba a auscultarle los aullidos de dolor. Que había quedado pillada debajo del cuerpo de su cliente, me dijo. Que gran parte del lupanar se vino abajo y que había muchos muertos, entre lobas y presas. Le curé las heridas como mejor supe y nos quedamos allí, tiradas, entre otros sufriendo, esperando a que la vida nos dijera cómo se actuaba ante lo que acababa de suceder.

Llegó la noche mientras ayudaba en lo que podía. A apilar muertos, encontrar vivos o sacar heridos. Me quedé dormida de golpe nuevamente porque estaba exhausta. Y la vida volvió a continuar luego de cerrar los ojos. Estaba en el camino parada, mirando la cuidad. Las pelirrojas estaban siendo apedreadas por las mujeres casadas. El volcán suspiró y no hubo quien me despertara. La Pompeya bella se cubrió bajo las nubes que bajaron del cielo para hacerlo todo indivisible, una manta de polvo que se hizo roja súbitamente, como los ojos de Plutón salidos del averno.

Desperté por el olor tan desagradable de todo a mi alrededor, que se me incrustaba en la nariz. Putrefacción sin medidas ni tapujos. Mi cuerpo sin bañar desde la tarde que tuve sexo. Las heridas de mamá que acumulaban sangre de distintos tonos, los demás cuerpos que también habían tenido sexo y estaban sin asear. Luego los muertos, que, aunque los iban sacando poco a poco, dejaban el rastro de su olor a cadáver por todos lados. Sentía pena y asco, lástima y vergüenza. Cuando al pasar los días no regresó Valentino, supe que su esposa también había sobrevivido. Sentí alegría por su vida, pero no por volver a quedarse con lo que yo quería.

La recuperación fue lenta y nos quedamos a vivir en el lupanar porque el dueño dijo que sin las lobas no tenia negocio y que, como en la cuidad ahora estaban abusando de todos, las quería sanas y salvas. Mientras otros morían de hambre, allí nos servían una comida al día que nos daba para segur con vida. No había clientes por el momento, así que se acordó que las lobas estarían a cargo de la restauración de su templo. Recogido de escombros, limpieza, pintura, atención a los enfermos, entre otros. Estuve entre ellas todos esos días y, por el color de mi pelo, nadie nunca me distinguía como una extranjera. Otra Venus entre aquellas diosas. Dormíamos todas juntas, noches que pasaban entre chismes, rumores, relatos exóticos y consejos de hechiceras sexuales. Me sentía a gusto la mayoría del tiempo, pero me levantaba tensa por el sueño que persistía.

La pesadilla en la que las lobas sufrían los golpes, las casadas propinándoselos furiosas, el volcán escupiendo, la nube de polvo y fuego que paralizaba a todos. El estrés aumentaba durante el día por el olor a podrido que insistía, a pesar de que ya la cuidad volvía a recobrar vida. Algunos comenzaron a sospechar que no se iría y comencé a preocuparme por mi sueño. Finalmente, se lo conté a mamá cuando las demás lobas se quedaron dormidas.

—Alessia, los dioses te están hablando. El Vesuvius nos va a matar —me aseguró con ojos aterrados.

Me asusté, pero desconfié. ¿Cómo los dioses le darían una premoción a la hija de una loba? ¿Una pecadora como yo, qué se deleitaba de acostarse con un hombre casado? Cuando me vio preocupada, me sugirió que se lo contara a las demás lobas para saber que opinaban. Al otro día, en la sección nocturna de plática, traje el tema. Aunque algunas no creyeron, mamá las convenció finalmente de que su hija Alessia había visto el fin de sus tiempos. Todo era el círculo de la configuración perfecta: el terremoto, la pestilencia, la premonición. Esa noche, más de una durmió preocupada. Al día siguiente, el sueño se contaba por los pasillos del lupanar como un hecho; al otro, la cuidad se movía desesperada con los rumores de que el Vesuvius estaba listo para terminar con la vida de todos en Pompeya. No pasó mucho tiempo para que la premonición llegara a oídos de Nerón, quien ordenó que los rumores fueran opacados con mano dura, ya que la gente había empezado a abandonar la cuidad de Pompeya, huyéndole al volcán, causando una emigración que no le convenía al reinado del emperador.

Los patricios de Pompeya acataron la orden y comenzaron a investigar el origen del rumor. Las lobas se habían encargado de ser las pioneras del anuncio y por ello los senadores no tardaron en mandar a su ejército al lupanar para que las apresaran a todas y cada una, por incitadoras. Mamá y yo fuimos capturadas en la redada, llevadas a los calabozos en lo que decidían qué hacer con las mujeres más codiciadas del pueblo. Pronto, los patricios se dieron cuenta que tenernos presas no fue suficiente para aplacar el murmullo. En una ciudad ya debilitada por un terremoto devastador, los patricios y los más pudientes seguían siendo víctimas de robos, violaciones, asesinatos, gente que querían darse el gusto de sus vidas ante de que fuera el fin. Los más pobres, como no tenían tanto qué llevar, seguían huyendo del Vesuvius para más adelante, en las ciudades vecinas, encontrarse con ordenes de Nerón que no podían cruzar los límites de Pompeya. Todo fue saliéndose de su ritmo, hasta que el caos se prolongó y Roma no tuvo control de un diminuto territorio. Tenían que actuar con medidas severas ante tiempos caóticos.

—Mataremos a todas las lobas en un sacrificio grande para que los dioses se apiaden y el volcán no nos mate. Si ya se creen la mentira, lo mejor es devolverles la esperanza de que todo estará bien —le escuché decir a uno de los senadores que había bajado al calabozo para obtener una actualización del encarcelamiento de las pelirrojas.

La decisión se hizo pública en cuestión de horas. Acordaron la fecha y el lugar, mientras me moría gritando en aquel espacio de piedra que todo era mi culpa, que el sueño era solo mío y que mis lobas no eran responsables de lo que había dicho yo. Uno de los soldados me identificó y asentí porque estaba lista para morir en lugar de las demás. Mamá me haló hasta por el pelo cuando me sacaron de la celda para llevarme ante la asamblea. Lloró y gritó como nunca, pero no bastó para que me tuviera que dejar ir si no quería que la mataran allí mismo.

Cuando estuve frente a la asamblea, una Venus en transición a ser mujer, a los magistrados se le hicieron los ojos agua porque la confabulación sería más perfecta de lo pensado. El sacrificio final, de una bella joven, cerraría el pacto con los dioses. A pesar de que intenté convencerles de que el sueño era solo mío, dijeron que Plutón se me había manifestado en sueños por ser hija de una loba y que había contado sus planes por la misericordia de Minerva, siempre justa y más lista que todos. Las lobas, a las que Minerva aborrecía por ser más parecidas a Venus que a ella, eran las culpables de que los dioses quisieran acabar con Pompeya. Ellas que vendían sus cuerpos y profanaban el matrimonio, que hacían a los hombres pecar y a las mujeres nobles atragantarse de la rabia. Sí, culpa de las lobas todo lo que pasaba en aquella ciudad.

El pueblo se reunió con la viva esperanza de que, con la muerte de aquellas mujeres, todas lobas y, ahora, brujas, los dioses les tendrían piedad. Sus vidas habían transcurrido en Pompeya y no les parecía justo que tuvieran que abandonar sus hogares por unas cuantas pecadoras que dañaban la cuidad. La asamblea, el consejo de ancianos y el emperador tenían razón. La muerte era el sacrificio perfecto para librarlos a todos y, por ende, había que actuar rápido.

Fue una experiencia que requirió la movilización de la multitud. Una a una, las lobas fueron colgadas a los árboles aleñados a la cuidad, dejándome de última, como la Venus que sellaría el pacto con Júpiter. A mí, en particular, me colgarían de un árbol en el centro de la cuidad como trofeo de la valentía de Pompeya en castigar lo innoble.

Con mamá probablemente muerta, acepté mi penuria como liberación de lo terrible que estaba por venir. Me hicieron pararme sobre una pequeña mesa para ponerme la soga al cuello y me sostuvieron algunos segundos antes de sacrificarme para que algún patricio diera un discurso de salvación. Mientras, miré la muchedumbre. Entre tantos santos, solo pude descubrir un par de ojos reconocido. Valentino estaba en primera fila, con ojos llorosos, murmurando palabras ininteligibles. No había pensado en él hasta ese preciso momento y di gracias porque pudiera verlo una vez más antes de morir. Luego vi como una mujer embarazada le sostuvo la mano por la parte de atrás y la rabia se me enredó en el alma.

—¡Van a arder! —comencé a gritar por encima de las palabras del senador —Se van a arrepentir de no haberme escuchado y van a arder.

—¡Bruja! —se escuchó a tono —Mata a la bruja ya.

            El hombre dio la señal sin terminar lo que tenía que decir y patearon la mesa a mis pies para dejarme caer el vacío.

P.D.

Años más tarde, durante las muertes por la Santa Inquisición, aún recordaban a las lobas de pelaje rojizo que mataron en Pompeya días antes de que el volcán Vesuvius consumiera todo a su paso, dejando a la gente cristalizada bajo un manto de fuego y cenizas, desapareciendo a la cuidad para siempre. Ese era el precedente para reconocer a las brujas. Tenían sueños premonitorios, asegurando ser especiales ante los dioses, llevaban colores de cabello llamativos, escandalosos, probablemente rojos, siempre dispuestas a la seducción y al sexo, sigilosas y misteriosas como las lobas, más Venus que Minerva, causantes de todo mal en Roma. Instrucciones: debían ser colgadas de los árboles o quemadas en la hoguera como sacrificio por sus pecados.

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6 Pensamientos

  1. Me dirijo a usted con una inquietud . La novela «Por siempre Maldita» término o no envíaran más capítulos. Otra inquietud. Me ponen registrate. Pero cuando lo quiero hacer me pone «Está inhabilitado Gmail «

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