Como los dientes de mármol

Tal vez fue el crujir de dientes lo que la despertó esa noche. Toda esquelética, con los muslos rajados por el rozar de las piedras de la cueva, la madre se levantó de prisa. Aquellos pasos a las afueras del abismo eran muy bien conocidos por ella. Era casi imposible no confundir al temible animal, sus dientes alargados retumbaban al oído de la madre que sabía lo que estaba por suceder. Los elegantes pasos del tigre dientes de sable se movían cada vez más cerca de la entrada de la cueva. Una creación magistral de la naturaleza, toda fuerza y toda velocidad. Nadie sobrevivía al acecho del diente de sable. Eso la madre lo sabía con certeza.

   El terror de ser devoraba por una bestia se desvaneció cuando miró las tres crías que dormían en su lecho. Tres niñas tiradas en el suelo, perdidas en su profundo sueño, desconocían lo que a su hogar había llegado. Primero sucedió que el padre murió. En un mundo donde la fuerza era la garantía de vida, las tres niñas tenían pocas posibilidades de ver sus bustos crecer. Luego sucedió que la madre se había desvivido por mantenerlas perfectamente sanas. Levantaba su cabeza antes que saliera el sol para jugarse la vida por conseguir el desayuno y en la tarde, competía con animales gigantes para llevar alimento a sus crías. Era un mundo cruel, salvaje en sus entrañas, sin piedad por la madre y sus hijas.

   Eso la madre lo tenía en claro, por eso escuchó el crujir primero que la noche misma. Protegía su cueva con toda la fortaleza de su alma, pero… nadie superaba el diente de sable. Aquella bestia era rápidamente asesina. Igual de rápido la madre imaginó los cuerpos desmembrados de sus tres niñas, desechos en las garras del diente de sable. Entraría a la cueva, las buscaría con su vista de búho y las devoraría como postre. La sangre por doquier, presas las mujeres del mundo, era algo imposible de evitar y eso la madre lo sabía. Sabía que si la bestia merodeaba su hogar era porque conocía con exactitud cuántas presas vivían en esa cueva. La mujer en huesos se levantó del frío suelo, despertó a sus niñas y las llevó al hueco más oscuro de la cueva. Les pidió que se quedaran allí, que solo salieran al amanecer. Le encargo a la grande, de unos ocho años, que cuidara de las otras dos como lo hacía mamá. No bastó una sonrisa para convencer a las niñas de que todo estaría bien.

  La madre prefería darle una diminuta oportunidad de vida a sus hijas, en vez de verlas destripadas mientras el dientes de sable se saciaba. Por eso se ofreció como carnada. Carnada humana, lista para ser presa de un mordisco mortal. Al principio el miedo invadió su corazón, luego la valentía de darle vida a sus crías la llevó a mover su cuerpo a la salida, al encuentro de su asesino. En segundos, estaba lista para morir. Habían sido muchos los esfuerzos para proteger a su familia. No culpaba al diente de sable, ella también tenía hambre y de tener la capacidad de superarlo, también lo hubiera matado para comérselo. Sin embargo, ese no era el escenario. El problema era que en la salida de su cueva había un tigre y era ella quien tendría que responder al llamado.

  La esquelética se lanzó fuera de la cueva sin pensarlo. Corrió con la velocidad del viento, tal vez, esperanzada de que el diente de sable fuera débil. Lejos estaban de serlo las piernas de aquel majestuoso tigre que en solo segundos la alcanzó y la lanzó al suelo de un mordisco al hombro. La madre gritó de dolor mientras sentía los dientes de sable enterrarse en su alma misma, pero pensó que después de tanto sacrificio por su familia, no había mejor manera de dar fin a su vida. Una presa por elección.

La madre sufría, batalló su cuerpo para deshacerse de la mordida, y por alguna extraña razón lo consiguió. Se volteó para quedar cara a cara con un tigre tres veces el tamaño de ella, respiro a respiro. Los ojos del animal y su presa se encontraron. Aquella mirada no era miedo, no era hambre, ni lucha, era algo más. Más allá de todo entendimiento animal o civilizado. Dos vidas encontradas, la una en la otra, dos féminas solas en un mundo de peligros, débiles para luchar fuerza con fuerza, pero más que valientes para superar los retos. Hambre, soledad. En los cuatro ojos brillaba el mismo dolor, las mismas vivencias.

  El círculo se rompió cuando la tigre dientes de sable se alejó de su presa, dándole la espalda y caminando a otros rumbos. A lo lejos, la madre de tres niñas vio tres cachorros seguir a la tigre. Pensó por un momento. ¿Por qué se marchaba sin quitarle la carne de sus huesos? De pronto, tan fulminante como el brillo de aquella mirada, llegó la contestación.

-“Tú también eres madre”.

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