Wilmarie es una joven de 23 años: académicamente sobresaliente, responsable, una persona de bien, madre de primera. Siempre comprometida con hacer de todo, lo mejor. Sin embargo, a pesar de todas esas cualidades positivas, en muchas ocasiones, bajo prejucios injustificados, lo que resalta sobre sí es que fue criada desde su niñez en un residencial público y eso la limita, la tacha, la inválida.
Lo primero que recuerda Wilmarie sobre decidir estudiar justicia criminal en el Colegio Universitario de San Juan es que lo hizo porque conocía de cerca la cruda realidad del crimen en Puerto Rico. No obstante, así no lo entendió uno de sus profesores. Cuando la joven se dispuso a presentarse ante el grupo de clases y dijo que vivía en el Residencial Jardines de Cataño, su profesor le cuestionó que por qué estudiaba justicia criminal si los caseríos de Cataño figuran en las listas de los más peligrosos. A medida continuó el semestre, Wilmarie entendió que ante los ojos del profesor era otra más que se suma a los miles de puertorriqueños que ‘viven del mantengo del gobierno y lo que hacen es cometer fechorías’. Por ello, se sintió incómoda durante todo el semestre con el trato del profesor, pues era visible que la rechazaba como profesional por ser tan solo ser residente en un caserío.
Al igual que ella, muchas personas son discriminadas diariamente solo porque viven en residenciales públicos. En la cotidianeidad, estos individuos reciben burlas e insultos que no solo limitan su vida profesional, sino que les afecta social, política y psicológicamente. Wilmarie, una joven que busca superarse, que se graduó Summa Cum Laude, sabe que pertenecer a un residencial público no es un pecado, ni nada por lo cual sentirse inferior.
“Por lo más que se hacen sonar, que son los criminales, la gente se cree que los de residenciales no somos capaces de estudiar y trabajar.”
Antes, cuando tuvo su primera hija, fue víctima de violencia doméstica en los Estados Unidos, lo que la obligó a escapar de su hogar sin nada más que la esperanza de que todo algún día estaría mejor. Eso la dejó al amparo de quién quisiera recogerla, y aunque, de vuelta a Adjuntas recibió ayuda de amigos, tener finalmente una casa era lo mejor que le pudo pasar. Hace casi tres años vive en un caserío, y aunque de entrada a la entrevista contesta que no ha sido discriminada, luego recuerda como muchas personas le han pedido que no críe sus hijos en el caserío porque allí están en riesgo de que no sean tan exitosos.
Una vez, la hija mayor de Vanessa, una niña a penas, le dio al más pequeño un frasco de pastillas mientras jugaban para que el chiquitín desistiera su llanto. Por accidente, la tapa del pote se rompió y el bebé se tragó una pastilla. Inmediatamente Vanessa se percató, llevó al niño a un hospital en Ponce. Allí, en plena sala de emergencias, se enteró que el equipo de doctores estaba esperando un estudio para saber si presentaban una querella contra ella ante el Departamento de la Familia. El análisis revelaría si la pastilla que consumió el bebé era una droga ilegal, porque como Vanessa es de caserío, era muy probable que el niño se haya intoxicado con sustancias controladas. Al final solo se trató de una pastilla para la migraña.
Como parte de la ola discriminatoria que limita a los residentes de caserío, se ha propagado la generalización de que estos ciudadanos son una carga económica para la Isla, pues se presupone que viven en caseríos porque no quieren trabajar. En la sección Editorial del Nuevo Día digital se publicó una nota titulada Discrimen. Su autor, aunque no está identificado en la publicación, reflexionó sobre como incluso los residentes de caseríos son discriminados al ser responsabilizados por la crisis económica.
“Olvidemos a los negros y a los homosexuales: el residente del caserío paga todas las culpas y es tildado de forajido, vago, vividor del mantengo y pana del dueño del punto, lo que implicaría valores morales retorcidos. Por el único ‘pecado’ de no poseer el bien de una casita ni el empleo regular que le ayude a pagarla…”.
Más adelante, la narración trae a colación las críticas que le hacen a estas personas por ser beneficiarios del Programa de Asistencia Nutricional (PAN), lo que según muchos, reciben porque son unos vagos y no trabajan. Sin embargo, al igual que cualquier puertorriqueño, Wilmarie y Vanessa se levantan temprano en la mañana para atender sus respectivos quehaceres, y dar lo mejor de sí a sus hijos para mostrarle al mundo que no nacieron condenados por vivir escasos de recursos económicos.
Sin embargo, es precisamente la constante asociación lo que agrava la situación. Por su parte, Wilmarie responsabiliza a la prensa por el rechazo que sufren. En los medios, la mayoría de las veces lo que publican sobre los residenciales públicos se trata sobre matanzas, drogas, tiroteos, robos, entre muchos otros temas; y casi nunca sobre la gente buena o acciones positivas que también se dan en el diario vivir de cualquier caserío.
Ileana, otra chica que también prefiere permanecer en el anonimato, de 27 años y residente del Residencial Juana Matos en Cataño, coincide con Wilmarie y reconoce que por causa de la mala imagen que transmiten los medios, muchas veces no logran conseguir empleo. Todo, porque su resumé al decir ‘residencial’ público viene manchado de drogas, matanza e inmoralidad.
El asunto se ha hecho tan evidente que en marzo de 2016, el mismo periódico publicó una noticia sobre el interés de dos legisladores del P.N.P. por atender el discrimen hacia los residentes de caserío. Según Sergio Estévez y Néstor Alonso, entienden que muchas personas de residenciales públicos no consiguen empleo porque cuando se disponen a buscar trabajo los rechazan a causa de que su resumé indica que viven en un caserío. Los funcionarios quieren crear un proyecto de ley para que no se tenga que poner dirección residencial en los resumés, porque «hay más posibilidades que alguien de Garden Hills (en Guaynabo) consiga un empleo que alguien de un residencial público».
No solo se trata de ser rechazado en el ámbito profesional, el discrimen puede llegar de muchas formas. Mientras Ileana hacia su práctica de farmacología, las compañeras comenzaron a llamarla Kendo Kaponi una vez supieron que vivía en el Residencial Juana Matos. Kendo Kaponi, artista urbano puertorriqueño, se conoce por su relación con el caserío. Algunas de sus canciones promueven la violencia, y aunque en nada se relacionan el artista e Ileana, las compañeras consideraban el nombre como la manera perfecta de molestarla. La joven se sintió ofendida con el humor negro porque no por vivir en caserío apoya conductas violentas o actitudes criminales.
Cuando Ileana se enteró que estaba embarazada supo que criara a su hijo en el residencial, pues trabajando a tiempo y medio en un lugar cerca de su casa porque no le alcanza para comprarse un carro, tampoco le da para mantener el pago de hipoteca de una casa propia. Sin miedo a lo que dirán, formará a su pequeña en el caserío, y como cualquier otra madre, le enseñará valores y respeto por los demás.
“Para que vean que no todo el que vive en un caserío va a ser un títere, un drogadicto o una prostituta”.
Exactamente lo mismo buscan Wilmarie y Vanessa para sus niños, que sean aplicados y personas de bien, pues al final del día, sus intenciones no son muy distintas al resto de Puero Rico: la preocupación, como cualquier ser humano, de ser mejores personas cada día. Ellas saben que ser de caserío no les limita lograrlo. Y tú, ¿lo sabes?