El sonido retumbaba por las paredes de aquel rinconcito en Adjuntas cuando Doña Fernanda, toda brillante por el calor de la cocina, se disponía a declamar una por una aquellas letras que siempre le hacían sentido. Las cartas, esas cartas que diariamente iba a buscar con tanto empeño al correo, le habían dado sentido a su vida cuando su trabajo como declamadora terminó. En aquel entonces, sucedió que el maquillaje ya se le metía por dentro de las arrugas y no había forma de rejuvenecer su piel, mientras que los moños exagerados que le hacían ya no podían ser sostenidos por aquellas lisas y frágiles lanitas de cabello que aún merodeaban por su cabeza.
Por largos años disfrutó del agrado de ser aceptada y exaltada por todo el que la escuchaba leer un poema, un cuento, una canción, una palabra. Muchos le preguntaban que por qué con aquella voz no cantaba, pero es que a Doña Fernanda toda letra le sonaba a melodía. Por eso salía todas las mañanas de su casita en Salsipuedes para andarse hasta el correo y recibir el elogio que le mantenía su voz de olas con vida.
Aunque insistían en que el maquillaje ya no le hacía efecto, se polvoreaba la cara, se ponía un traje y salía agradecida. Al primero que se encontraba era al vecino, el mudo. Aunque literalmente era mudo, le decían ‘el mudo’ porque el señor, un tanto más maduro que Doña Fernanda, nunca se había molestado por dar a entender cuál era su nombre de pila. Pero ni el nombre, ni nada. El mudo casi nunca, casi porque tenía que ir al supermercado para no morirse de hambre, interactuaba con nadie. Siendo el vecino puerta con puerta de Doña Fernanda, no se cruzaban más que una mirada cada mañana, a la misma hora, sin importar si alumbraba el sol o mojaba la lluvia. Ah, pero Doña Laly.
Laly sí que siempre la paraba para contarle que el nieto ya tenía un diente, que ya gateaba, que daba pasitos; tiempo después, que se le cayó, que la escuela, que la lluvia, que se enferma. Dependiendo de la mañana, Doña Fernanda la encontraba dulce o parlanchina. Le gustaba tener con quien hablar, pero Laly no entendía que a veces se le hacía tarde, que no podía buscar la carta a tiempo, que se le pasaba su momento favorito del día por escuchar sobre el nieto. Aunque era encantadora, de piel parecida al color de los árboles como Doña Fernanda, no valía el arriesgarse a llegar tarde y perder otra oportunidad de saber quién era aquel admirador que todos los días le llenaba la boca de relatos para hacerla sentir viva, tan joven como alguna vez lo fue.
Cuando ya Laly no tenía ninguna otra novedad (a veces eran novedades repetidas) sobre el nieto, Doña Fernanda finalmente podía seguir su rumbo para llegar al correo. Hacía la fila, siempre nerviosa, recibía la carta de manos de los que ya eran sus amigos, y caminaba ligero de vuelta a su casa para leer en voz alta, en aquella voz que siempre se sintió cómoda, todos aquellos paraísos que su admirador le dibujaba a fuerza de palabras. Que era más bella que todas las cascadas de los ríos que había visto en su vida, que sonaba mejor que ellas y que tenía más color. Que su sonrisa, que sus piernas de troncos, que sus ojos, su dulzura, su trabajo como artista. Que era una pieza única, totalmente induplicable. Doña Fernanda, se leía aquellas palabras devorándolas con una pasión obsesiva. Levantaba la voz, la bajaba, le daba tonalidades y ritmo, se movía, y de repente, volvía a estar en el escenario, con gente aplaudiéndole el espectáculo. Se daba su éxtasis diario, a veces más de una vez cuando leía la misma carta en varias ocasiones, y esperaba ansiosa al otro día para recibir la nueva melodía.
Un día, antes de levantarse, entre sueños, escuchó a alguien gritar que el mudo estaba tieso. Salió con su bata de noche, sus ojos todos lagrimosos, y vio varias personas reunidas mientras llamaban a los servicios correspondientes para que se hicieran cargo del mudo, que se había muerto y que por supuesto, nadie lo había escuchado pedir ayuda. Un repentino paro respiratorio, que como dijo el paramédico, en aquella edad eran comunes porque el cuerpo nace con fecha de caducidad y da hasta un límite. Doña Fernanda, toda llena de tristeza ajena, fue a buscar su carta como de costumbre, pero ese día, aquellas letras no le salían como cantos de sol, sino como sollozos de agua. Sentía algo en las letras muy pesado. Eran igual de bonitas, igual de excitantes, pero el vecino se había muerto, probablemente, sólo en aquel balcón, como carne ya pudriéndose en vida, y le dio miedo. Le dio miedo la muerte, le dio nostalgia el desuso que la sociedad le hizo creer que corría por sus venas. Declamó hasta que el tono de voz siguió disminuyendo, y ya no hubo nada más que decir, sino sentir.
La mañana siguiente se levantó más tarde de costumbre, cansada. Pasó frente a casa del mudo y vio que nadie había venido a recoger sus cosas, que aquella estructura mal pintada ya no tenía dueño, que era otro escombro listo para sumarse. En la casa siguiente tampoco estaba Laly. Que le llamó, que se iba unos días con la hija porque le daba miedo que el mudo se murió allí mismo, que el nieto seguía igual de lindo, pero que también empezaba a temer que no le alcanzaría la vida para verlo graduarse de cuarto año. La alegría de llegar al correo comenzó a tornarse en un sabor amargo que se agudizó cuando los amigos del correo le dijeron que hoy no había carta.
Doña Fernanda regresó a su casa y se tiró al mueble, de dónde no se volvió a levantar hasta que las tripas le dijeron que las alimentara o la matarían allí mismo. Al día siguiente, Laly tampoco estaba, tampoco el mudo, tampoco la carta. La vieja comenzó a sentirse extraña, ya no le nacía sonreírle a la gente en la calle, extrañaba las palabras, las melodías de su voz que llevaban dos días enterradas en lo más profundo de su memoria. Una semana, y finalmente se resignó que ya no habrían más cartas. Unos días después, mientras se comía un triste guisado recalentado, concluyó que ya no recibía cartas desde que el vecino, el mudo, ya no era más. Dejó de un lado la cuchara y sintió curiosidad por confirmar sus sospechas. Si alguien la veía haciendo lo que iba a hacer la catalogarían de loca, pero necesitaba saber. Salió en la tarde, cuando estaba oscurecido el cielo por la lluvia, y se aventuró a entrar a casa de aquel viejo vecino que nunca pudo decir una palabra.
Sobre la cama, la mesa, el piso, la cocina, la alfombra, el baño, el closet, habían cartas, pedazos de letras, lápices desgastados, ideas y cuentos mágicos regados por doquier. Doña Fernanda quería sentir alegría, impresión. No se trataba de que su admirador ya no la quería como había pensado. Era peor.
¡Se había marchado para siempre!
Ya no habría más letras, más melodías, más cantos. Aquel hombre le sostenía la vida con su puño y letra, y desde que encontró la muerte, también se la trajo a ella. Tres días después la internaron en el hospital porque se había caído en la ducha, que le dolían las piernas, que ya no podía sostenerse a la vida. El doctor le dijo que tenía una hemorragia interna en la cabeza, que por su edad… que era peligrosa.
Cuando Laly por fin la fue a visitar le dijo que fuera a su casa y que le trajera el bolso de cartas que estaba debajo de la cama. Después de preguntarle cómo estaba en los primeros minutos e invertir el resto del tiempo en hablar del nieto y sus notas, le dejó el bolso en las manos y se fue. Cada vez que entraba una enfermera, veían a Doña Fernanda con la cabeza comprimida en la almohada, leyendo, llorando y sintiendo todo lo que en aquel montón de cartas decía. Luego, en algún momento, entró el doctor y dijo que había que operarla, que a su edad… que era peligroso. No lo escuchó porque ella ya sabía que desde que encontraron al mudo tieso con las lágrimas del amanecer en su frente, también le había llegado su desenlace.
Esa noche, Doña Fernanda sintió la muerte acercarse a sus pupilas y sintió miedo de que ya su cuerpo no diera para más, pero comenzó a declamar en voz baja e ininteligible todas las letras que se había memorizado de las cartas del mudo, y recordó que entre todas ellas siempre había un nombre que se repetía en los lugares menos esperados. Jacinto. Así como tuvo miedo de dejar de ser querida por ser vieja y superarlo gracias a la vida que le dio Jacinto con sus dedicatorias, ya no tuvo miedo de cerrar los ojos por última vez, porque sabía, que allá, dónde fuera, tendría la oportunidad de agarrarse de la mano con su adorado escritor y más nunca soltarlo.
Sabía que de todas las formas en las que viene el amor, el hecho de que Jacinto le diera tanta voz sin tener voz propia era la más agridulce de todas.