Sobre cómo dimos la vida el uno por el otro

Recuerdo que cuando mi madre nos criaba, la comida casi siempre faltaba. Ni hablar de Papá, ese nunca estaba. Al igual que el resto de los negros, se levantaba antes que el sol para producir y se acostaba con la luna, cuando ya no le era posible ver. Pasábamos hambre y humillaciones en la casa de la patrona, pero definitivamente a Mamá le iba mejor que a Papá, en cierto sentido. Éramos seis hermanas, todas de un origen discutible. Decían que a Mamá el patrón se la pasaba abusándola, y nunca se supo cuántas éramos hijas de Papá y cuántas del Diablo.

Lo más que recuerdo de mi niñez, eran las piezas de cerámica con las que Helena, la hija de los patrones, me mutilaba la cara cada vez que algún capricho no se le cumplía. Pero más allá de eso, éramos felices. No podíamos pedir mucho por nuestra condición y al menos tuvimos la oportunidad de vivir entre lujos aunque nunca nos tocase disfrutarlos. Éramos castigados por algo que ni se pide, ni se elige y a eso había que resignarse. No podíamos salir un día al monte y bañarnos en el río para que el color se nos desvaneciera. Éramos y ya está.

Nunca tuve miedo de morir. Cuando naces en tiempos de angustia y desde que tienes memoria te tratan de quitar la humanidad, aprendes que casi nada te atemoriza. Al menos eso pensé antes de conocerte. Fue Helena quién nos presentó. Recuerdo que el conocernos no fue un acto de consideración de la hija de los patrones. En todo caso, me llevó hasta ti para alardear sobre cómo de pequeña me restrellaba las vasijas en la cara.

«Siempre fui muy fuerte», te dijo con una sonrisa de esas que empalagan.

Cuando me gustaste no fuiste el primero. Ya me había fijado en los de mi clase social porque me llegaba la hora de aparearme, y si me iba mal por mi color de piel, al menos me empataría con alguien que me gustase. Así que tampoco fuiste el primero en mí. Al primero que conocí fue al patrón, que sabe Dios si era mi padre. A Helena nunca se atrevió a tocarla por ser su hija, pero las negras de Mamá, aunque fueran su sangre, jamás serían catalogadas como tal y eso le daba derecho de turnarse entre nosotras para no aburrirse. Bien por él que le salimos todas hembras, usables, pero no reconocibles. Para reconocer estaba Papá, para que trabajara de sol a sol y cuando regresara a casa encontrara al patrón entre las piernas de su mujer y tuviese que echarse la culpa de la hija que nacía nueve meses después. Así que cuando te conocí, no me quedaba hombre por conocer.

Me llamó la atención que cuando Helena nos reunió, no te dio gracia el que estuviese humillándome por encima de todas las cicatrices en mi rostro. Te levantaste de la butaca y miraste por la ventana, le dijiste que era hora de irte y te fuiste molesto. Pensé al principio que eres feo. Tienes la boca muy grande para tu cara y los pómulos te resaltan demasiado. Eres feo, y por encima, demasiado flaco para un ser un subteniente de la milicia española. Te aseguro que Helena pensó lo mismo de ti, pero los patrones le dijeron que te recibiera, que se te ofreciera y lograra casarse contigo si quería seguir viviendo la buena vida. Por eso cuando te sonreía, te parecía tan patética.

Tardaste más de dos meses en dirigirme la palabra por primera vez. Me hablaste porque el té estaba frío y te preocupaba que cuando viniera Helena, me restrellara una vez más la cerámica en la cara. Después de ese día buscabas excusas para seguirme hablando. Recuerdo que una vez esperaste a que Helena estuviese dormida para acercarte a mí mientras recogía la bandeja y verme de cerca todas las cicatrices. Me pasaste la mano por la cara, las contaste una por una, y lo único que esperé era que me violaras. Pero no. Las contaste, las admiraste y me dijiste que me combinaban con mi piel negra.

«Es como si los rizos de tu cabeza se extendieran hasta tu piel», me dijiste.

Ese día me encanté contigo y se lo conté a Shani, que por primera vez en mi vida alguien se acercaba a tocarme y no me mutilaba el cuerpo, el alma o el espíritu. Siendo la mayor de todas, se quedó preocupada de que le estuviese levantando el novio a la Helena y se fue a decirle a Mamá.

«Conga, hija, te van a matar si los patrones se enteran que andas riéndole las gracias al Lucas», me aconsejó Mamá mientras amantaba a Ayana.

Juro por Dios que traté de evitarte. Un día, inclusive, me hice la enferma para no atender el té que tenías todas las tardes con Helena. Pero la jugada me salió mal y el patrón se metió entre mis sábanas y me dijo que me iba a quitar todos los malos augurios. Ese día, por primera vez, sentí miedo. No miedo del patrón, no podía ni siquiera abusar propiamente de una mujer. No daba para tantas entradas. Pero sentí miedo por ti, porque vieras más allá de mis cicatrices y ya dejara de gustarte.

Pasó un año antes que inventaras una excusa para llevarnos a Helena y a mí a una excursión por el monte. Helena, por supuesto, con sus trajes que no le dejaban respirar, no pudo llegar a la cima de la montaña a la que nos llevaste. Le dijiste que me dejara seguir contigo, por si se te ofrecía algo. Todo para Lucas con tal que me lleve al altar, y dijo que sí. Cuando llegamos me invitaste a sentarme a tu lado, como tu igual y hablamos un buen rato de tus hazañas como soldado y de mis aventuras en las que me jugaba la vida. Me gustas mucho, fue lo último que escuché antes de que tus labios se me acercaran y me dejaran sin respuesta. Cuando volví a mirarte, juro que nunca más te volví a ver feo.

No tenías ninguna intención de casarte con Helena, te parecía muy delicada para tu gusto. Pero la entretenías y «admirabas» con tal de verme todos los días. Como siempre, iba a dejar el té, te miraba, nos sonreíamos disimuladamente, me iba. Regresaba, recogía la bandeja, te asegurabas de dejar tu taza fuera de ella, y después le decías a Helena que me ibas a parar para entregármela. Como era su juego favorito, el más que le duró sin rompérmelo en la cara, casi siempre te decía que sí, exceptuando las veces que ella misma se levantaba y la llevaba. Esos días, juro que lloraba cuando no te veía entrar por la cocina. Contrario a los días que sí funcionaba la estrategia, ibas, nos metíamos en el armario de las escobas, tardábamos tres minutos en hacer el amor y después te ibas de vuelta con la boca esa tuya, bien sonriente.

Entonces el patrón volvió a metérseme en la cama y borracho me abrió varias cicatrices. Al día siguiente, me hice la enferma y te atreviste a decirle a Helena que por tu honor de caballero, sentías que debías repagarme todo el servicio que siempre les ofrecía con tanta dulzura, llevándome un caldo a mi cama. Cuando entraste por aquella puerta el corazón se me vino a abajo. Primero te sorprendiste porque a pesar que eres justo y comprensivo, jamás pensaste que un ser humano pudiera vivir en aquellas condiciones. La casa era lujosa, con su oro por aquí y por allá, pero aquel cuarto dónde dormía con Mamá y mis seis hermanas parecía un paseo del cielo, dónde estaba Helena, al infierno, dónde finalmente te percataste que estaba en el piso, en «mi cama», con la cara, el busto y las entrepiernas podridas. Tenías bien contadas todas mis cicatrices, porque cuando viste mi nueva galería, se te salió una lágrima de lástima.

«¿Qué esperabas? Soy una esclava. Está soy yo», dije en mi defensa porque odiaba que lloraras con aquella pena.

«No lloro por lastima», me dijiste, conociéndome. «Lloro porque me he creído el cuento de que puedo tenerte cuándo quiera. De que puedo amarte sin medidas y, hoy, tengo que verte casi muerta para entender que un mundo nos separa».

No dijimos nada más, me diste el caldo, buscaste agua, me limpiaste las heridas, y te fuiste sin decir nada. No había llorado por la violación y la golpiza hasta que te diste la espalda y te fuiste sin pronunciar ninguna otra palabra. Yo era otra tonta que había olvidado los años de historia que nos separaban. Pero tenía la esperanza que te casases con Helena y ella me llevara como su esclava. Prefería tenerte de cuerpo compartido, que no tenerte del todo. Pero ese día, esa lágrima y esas palabras troncharon toda mi agenda de tratar de mantenerme cerca de ti. Y tuve miedo, miedo de no verte más.

Te tomó una semana regresar. Entonces estaba segura que lo nuestro ya había pasado. Que ya me habías contado todas las cicatrices y ahora contarías los lunares de Helena. Gracias a Dios, me equivoqué. Estabas esperando a que sanara un poco, me dijiste, para no verme así porque se te rompía el alma. Me contaste, cuando Helena se quedó dormida en el sillón, que nunca más permitirías que el patrón me volviese a tocar.

No niego que me sentí protegida, ¿pero que podías hacer tú? Jamás podríamos estar juntos ante la sociedad. Eramos un secreto, que si queríamos conservar nuestras vidas, más valía que lo resguardáramos con recelo. Pero esa misma noche se nos rompió. La patrona llegó al comedor y nos vio tomándonos la mano, mientras su hija dormía. Se quedó perpleja, pero rápido te pusiste en pie y le inventaste un excusa. Te creyó, pero nunca más volví a servirles el té y pusieron a Shani como encargada de Helena.

Volví a dudar. Si no te gustaba Helena, al menos te gustaría Shani. Mujer negra, alta, de caderas anchas, mucha grasa, mucho color, pelo extravagante, a pesar de ser esclava siempre olía bien, y por supuesto, a ella nunca le habían hecho una obra maestra en la cara con cerámica. Pero que sabía yo de ustedes, si a mí me sacaron de la casa. Me quedé al cuidado de Ayana y los animales para que Mamá pudiera atender a la patrona. Un día Shani llegó al patio con los dientes por afuera. Que qué lindo tú eras, y por segundos se me terminó de destruir el alma. Me entregó un pedazo de pergamino y me dijo que más vale que no pusiera su vida en riesgo.

«Te amo Conga. Estoy buscando caminos hacía ti sin tener que costarte la vida», decía la nota.

Por jugadas nefastas del destino, Helena vio a Shani entregarme el mensaje. Ya su madre le había advertido que Lucas se estaba desviando de su propósito y como no se confiaba de Shani, siempre la odió porque era más linda que ella, la siguió. Argumenté que la nota era del jardinero, un negro fuerte que traía loca a Helena y creo que fue lo peor que hice. Se aseguró de probarle a su padre que esa era tu letra y fue cuando más puños recibí en mi vida. Se me volvieron a abrir las cicatrices, pero al menos salí con vida después de una paliza propinada por cinco hombres y el cabo de un rifle.

Fue mi hermana quién retó al destino y te dijo que llevaba dos semanas muriéndome en el piso del infierno. Tus visitas a la casa de los patrones habían disminuido porque querías calmar los rumores. Cuando el patrón tocó a tu puerta y te dijo que era obligatorio casarte con Helena por deshonrarla con una infidelidad, supiste que probablemente estaría muerta. Pero no, Shani te dijo que estaba muriéndome y eso era distinto. Lucharías por nosotros. Dijiste que sí a la boda, dentro de un mes en lo que hacían, como se debe, todos los preparativos. Regalaste a Demarco a la casa del patrón como un obsequio de arrepentimiento, pero lo mandaste premiado con un mensaje.

«Tienes un mes para recuperarte. Asegúrate que el día antes de la boda puedas caminar».

Concentré todas mis fuerzas en ponerme bien y le di gracias a la vida negra que dónde menos me habían dado era en las piernas. Durante ese mes trabajé lo menos posible, pero lo suficiente para que el patrón no se molestara y terminara en mi cama. Le di muchos besos a Mamá y cuidé a Ayana con mucho cariño. Helena, sabiendo que te amaba con toda mi alma, le dijo a su padre que no se llevaría ninguna de las esclavas de la patrona. Quería que le comprara una nueva, que fuera fea y vieja para que Lucas no siguiera mirando las pieles negras.

Cuando finalmente llegó el día, esperaste a que estuviera afuera, tendiendo las sábanas, para agarrarme por el brazo y adentrarme entre los arbustos. Me diste un beso de esos que nunca se olvidan y seguimos corriendo sin mirar atrás. Corrimos hasta la orilla del camino dónde estaba el caballo, y miramos al futuro, decididos en poner millones de caminos entre nostros y la casa que tanto me había quitado. Te abrazaba mientras cabalgabas y ya no tenía miedo. No sabía a dónde iríamos, cómo desapareceríamos, pero si era necesario, juntábamos nuestras pieles y nos convertíamos en indígenas para que en el monte nos confundieran con los fantasmas del horrendo pasado.

No aguantamos el desaire de tenernos tan cerca y tan lejos, y en cuánto cayó la noche, vislumbramos de caricias todas aquellas hojas que de cama nos sirvieron. Cuando ya no nos quedaron más fuerzas para querernos, tomaste una amapola que brillaba bajo la luz de la luna y me la pusiste entre mi cabello.

«Te quiero regalar el mundo para hacerte justicia».

Al otro día, Helena se quedó plantada en el altar. El novio Lucas nunca apareció. El patrón se puso el rifle en el hombro derecho y salió a buscarte para matarnos. No nos hubiera encontrado nunca porque nuestro amor era más astuto e infinito que ellos, pero no pude resistir el dolor de ver a mi familia colgada en aquel colmado del pueblo como animales en venta. Nos habíamos detenido un momento por comida y descubrimos a Mamá, a Shani, Ayana y todas mis hermanas colgando boca abajo del segundo piso. No se les notaba que estaban moradas por el color tan obscuro que había tomado su piel.

Intenté, por ti, por mí y por nuestro futuro hacerme de la vista larga y aceptar que ese era el destino de todos los esclavos. Pero ellas no. No podía, no pude resistirme a salir de entre las muchedumbre que las miraba y tirarme a llorar frente a los siete cuerpos sin vida de todas aquellas almas con las que me había criado la vida. Intentaste halarme antes de que el patrón nos viera, pero esa era su carnada y él estaba bien atento. Sin darnos cuenta, te dio con el rifle por la cabeza y me arrastró por el pelo hasta el escenario que ya nos tenían montado.

Me defendiste cómo mejor pudiste. Era a mí quién le tocaba morir por traición, mientras contigo bastaba una paliza, pero eso no era lo ideal para ti. Corriste hacía el patrón, lo tumbaste y descargaste sobre él todo la furia que te ibas acumulando cada día. Me quedé allí como ausente, incrédula de que aquel fuera mi destino, en cambio tú intentabas salvarnos. Eso, a no ser por los cinco hombres, los mismos bambalanes que me habían roto la cara, que se acercaron al patrón y a ti, y los separaron. Recuerdo que primero escupió la sangre en su boca antes de sacar el puñal y ponerlo entre tus costillas. No una, tres veces. ¡Ay mi Lucas! Si te cuento que ya estaba muerta antes de que me mataran.

«¡No lo mates!», grité antes que te hiciera otro túnel. «Está bien, cuélgame junto a ellas, pero no le termines de matar, por favor».

Colgarme era una muerte muy digna para mí. En cambio, me llevaron a una esquina, me amarraron los pies y las manos, y me prendieron fuego. El deshornar a su hija con mi amor por ti, Lucas, me costaba ser cenizas. Sé que escuchaste cómo yo gritaba, mientras tú agonizabas. Te vi más lágrimas antes de irme, y te juro que no tuve miedo en ese último momento. Me habías costado la vida, pero te la regalaba porque eras tú mismo quien me la había presentado. Antes de ti, era yo esclava. Después era yo, Conga.

No sé cuánto tiempo después moriste. Muchos dicen que te llevaron al médico y que moriste tres días más tarde, de una infección. Pero ya desde el último día iba sola por el camino, y cuando por un momento me sentí pérdida, encontré las amapolas de la noche anterior, me acerqué y me vi en ellas, en todas las hojas y todos los árboles que habían sido testigos de nuestro querer. Me senté aquí porque sentí que era dónde debía estar y cerré los ojos. Me despertaste tú, con tu gran sonrisa y tus interminables besos, y nos dimos cuenta que ya no nos quedaban cicatrices.

Eso fue lo que pasó antes que llegaras.

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