La rosa de los ocho pétalos y el talento de saber pedir deseos

Si por algo se habían conocido aquellas ocho amigas, era porque todas eran pobres. Tenían en común que vivían pared con pared en la barriada y les era prácticamente imposible no enterarse del problema de la una o la otra. Para el resto de los chismes que no lograban escuchar asomándose por el baño o gritándose entre sí por los balcones, salían todos los miércoles a caminar para terminar frente a la playa, sentadas como recién salidas de escuela, contándose los sinsabores de la trayectoria que la vida les había trazado hasta entonces.

La edades eran variadas. La más joven debía tener unos 25 años mientras la mayor no alcanzaba los 40. Así que cuando aquel grupo de colegas se unía, no quedaba persona, espacio o tema que pasase por desapercibido. Al principio fue un encuentro casual entre tres de ellas. Luego se dieron cuenta que los miércoles coincidían en sus rutinas de ejercicio. Después vino el resto, la que no trabaja ni estudia y podía pasar cualquier día, la que estudia pero no trabaja y tenía miércoles y viernes libres, la que trabaja y estudia pero no se pierde las reuniones de media semana por las tardes.

Al principio les gustaba hacer ejercicio por el tablado frente a la playa. Llegaron al pensamiento colectivo de que si ya eran pobres, más le valía estar en forma, pero con el pasar del tiempo se olvidaron de esas banalidades innecesarias, se admiraron una a la otra tal como eran, y se reunían para comerse alguito y hablar de cualquiera que fuese la agenda del día, siendo la pobreza el tema de vanguardia.

De ser pobres hilvanaban el resto de sus problemas. Dulce siempre se sentía sola, que quería un novio que la acompañara, que las novelas y las revistas, que su felicidad era conseguirse un macharan y vivir la vida a plenitud. A Maritza poco que le importaba el sexo opuesto, lo que quería era dinero, creía que del ‘cash’ se sale de la pobreza y de ahí, directito a la felicidad. Verónica era parecida. Quería el dinero, pero quería ser jefa. A su edad podía ser dueña de una megatienda y dirigirla con un temple de primera, pero no le nació a ningún padre millonario y si quería una empresa, tenía que levantarla desde un espacio en blanco. Aida y Rosaura querían una casa más grande, con más patio, menos malos olores y un espacio dónde los invitados pudiesen apreciar la belleza arquitectónica de sus hogares. Carol, Martha y Virginia, por su parte, siempre querían cosas menos sólidas: compañía, amigas, el vecindario, la tranquilidad, trabajo digno, comida en la mesa. Al final de un acalorado debate, esas tres llegaban al acuerdo de que de nada les valía andar soñando con irrealidades que lo único que lograban era incomodarlas con sus circunstancias actuales.

Fue un miércoles nublado que por poco cancelan la reunión de mitad de semana, pero por ser un ritual de vecinas, con castigo incluido para la que faltase sin excusa extremadamente validada, decidieron recogerse el pelo, ponerse los zapatos más cerrados y empezar a andar para buscar el consuelo de otras siete almas a las que la vida les jugaba los sueños. A unos minutos más tarde de sentarse en su círculo de amistad, comenzó a llover. Sin más remedio que refugiarse del agua fría, corrieron al techado más cercano y entre risas se culparon una a la otras de por qué no habían cancelado.

Entre una de las gotas de la lluvia, Dulce vio una rosa cayendo. La vio reventarse contra el cemento y pensó por un momento si había caído del cielo. Curiosa por satisfacer su respuesta, se separó de sus compañeras, se asomó por entre la lluvia y miró hacía el segundo piso de la casa en que se refugiaban, en busca de un desdichado que haya perdido la flor. Cuándo no consiguió respuesta lógica le dijo al resto que allí estaba la roja, que no sabía de dónde había caído, pero que en cuánto parara de llover, la recogía y se la llevaba para verla morir lentamente en su casa.

Al mes comenzó a sospechar que la flor estaba encantada. Sin una planta que le diera eternidad, seguía vigorosa y de vez en cuando hasta se atrevía a brillar. En una de las reuniones de las tardes lo comentó en el grupo, y al otro día todas, en distintos horarios, fueron a ver el cadáver que no se daba por vencido y se resistía a podrirse. Tres meses después ya estaban asustadas. Que químicos traía aquello, sabe Dios, dijo Aida para recomendar botarla. Fue Carol quién buscó en Internet para averiguar si existían flores tan peculiares como aquellas y descubrió el ritual de los ocho pétalos. Que cada una debía arrancarle uno, pedir un solo deseo y la flor, caída de las manos de Dios, les concedía. A Dulce le pareció buena idea porque así se deshacía de ella sin tener que tirarla al zafacón.

Se sentaron en la mesa de la sala, unas encimas de las otras porque el dinero solo daba para comprar cuatro sillas, y comenzaron a idear la mejor manera de conllevar el ritual. Cada una arrancaría un pétalo, diría en voz alta su deseo porque estaban entre amigas y ninguna se echaría mal de ojo, y así consecutivamente hasta que la octava cerrara el ciclo.

Dulce fue la primera en pedir. Después de todo era ella la que la había rescatado la rosa de aquella lluvia y eso, pensaba, le concedía el derecho de destruirla primero.

-«Viento, amigo mío», y todas se rieron. -«No se rían, que esto es serio, además me arruinan el deseo». Cuando hubo silencio en la mesa: -«Viento querido, dile a Dios que deseo un novio, el más amoroso, respetuoso y, por supuesto, el más bello que tenga para que me acompañe todos los días».

Maritza, eterna enemiga del amor, le quitó la rosa de entre las manos con brusquedad, y le reprochó que había malgastado su deseo.

-«Dinero es lo que se pide. Dios sabe que eso es lo que más falta nos hace. Salir de esta miseria y comprarnos una casa en Malibú, así que lo que deseo es ser millonaria».

Las risas volvieron a escucharse, pero esta vez estaban acompañadas de otros pensamientos más allá de la burla. Escucharon la palabra dinero y todos sus deseos materiales se visualizaron muy claros. La pobreza ya las había castigado lo suficiente, y al menos en aquel juego intentarían salir airosas de ella.

-«Pues si tú quieres dinero», dijo Rosaura, -«yo quiero la casa. Una mansión, con patio y gazebo para que nuestras reuniones de los miércoles sean con clase».

-«Yo quiero lo mismo», le interrumpió Aida, -«pero con piscina y vista al mar al mismo tiempo, como en las revistas».

Más de una la regañó, primero por interrumpir a Rosaura, y segundo por pedir el deseo sin arrancar el pétalo. Como la que siempre ponía el orden y quería ser jefa, Verónica le quito la flor a Rosaura, arrancó un pétalo y se lo dio a Aida, para luego arrancar el suyo y decir:

-«Deseo un negocio de alta moda. Que la costura, que es lo más que me gusta, sea mi trabajo de todos los días, pero que me pague bien. Las mujeres exitosas somos las que somos. El dinero se acaba, las casas pierden valor, pero un negocio te dura para el resto de la vida».

Antes de que Carol pudiera pedir su parte, se suscitó un leve discusión entre Maritza y Verónica de la que resaltaron frases como «no seas envidiosa», «ni coses tan bien», «ni que con dinero te pudieras hacer bonita», «tanto que hablas y siempre te pones lo que te hago».

-«Ya, paren. Me están dañando mi turno», les gritó Carol por encima de ambas, quitándole la rosa de las manos a Verónica. -«Yo lo único que quiero es compañía. Nada vale más que compartir la vida, con amor y cariño, por supuesto. Así que a mí, tú me das alguien con quién estar y se me olvida que soy pobre».

Por el orden en que se encontraban sentadas en la mesa, llegó el turno de Virginia. Le pareció que después de Carol pedir algo tan sutil y delicado, no se podía andar pidiendo el mundo. Era ella la que se perdió muchas reuniones por andar trabajando y estudiando. Al igual que el resto odiaba ser pobre, pero ella ya estaba en ruta para conquistar otros caminos.

-«Quiero fuerzas. Ánimos. Fortaleza para triunfar. A esta edad, me das resistencia y logro todo lo que me proponga».

-«Ya dejen de pedir tonterías», le dijo Martha al grupo, pero mirando a Virginia. -«Esto es un juego y ustedes tomándoselo tan a pecho. Ni vamos a tener dinero, ni casas, no novios, ni fuerzas, ni cuales quieran que sean sus deseos».

El grupo se sintió ofendido de que Martha cambiará el ambiente tan adruptamente. Ella era famosa por los calentones que le entraban repentinamente de mal humor, pero en ese momento estaba siendo inoportuna. Las amigas que nunca se daban por vencidas en su carácter, la obligaron a arrancar el pétalo, pero cuando lo tuvo en la mano dijo que no quería nada. Se pusieron en pie, la empujaron, le insistieron y finalmente dijo para que la dejaran tranquila:

-«Por mí quisiera ser reina, queridas. Pero eso no pasa».

Ignorando los comentarios negativos de la más pésima de las amigas, y como a la rosa le quedaban más pétalos, se la volvieron a pasar para jugar la versión de ‘me quiere, no me quiere’. Cuando se dieron cuenta que estaban pasadas de hora, se abrazaron y besaron entre sí para despedirse y juraron verse el próximo miércoles.

Miércoles tras miércoles fueron llegando actualizaciones sorprendentes de la vida de cada una. Dulce conoció un muchacho en la universidad dos meses después que la traía encantada; guapo, amoroso, respetuoso y caído del cielo. Carol se enteró, cinco meses después, que iba a ser abuela, un bebé de la hija que vivía en su casa y a la que el marido había dejado por otra. Compañía en combo agrandado, se dijo a sí misma. Virginia mejoró en sus clases, un ánimo fuera de lo común la traía comiéndose el mundo un pedacito a la vez.

Las sospechas de que la rosa estaba haciendo su magia llegaron cuando Rosaura jugó al azar en uno de esos entretenimientos y se pegó con un millón. Se mudó para Estados Unidos, compró casa y se reunía con las muchas a media semana todos los miércoles por Skype. Un poco convencida de que la vida le haría el milagro, la señora a la que Rosaura cuidaba, le dijo que le regalaría su casa de dos pisos, seis cuartos, tres baños, patio y marquesina porque le quedaba muy grande y se quería mudar con sus hijos. Una semana después Aida se tropezó con un magnate que a los dos meses la tenía viviendo en una casa con piscina y mar incluido. Verónica supo que lo de ella estaba por llegar y comenzó a coser con locura, unos días más tarde, la llamaron de una casa de modas, que le contratarían para que fuera socia.

El golpe innegable de que los deseos de la rosa habían funcionado llegó cuando Martha recibió por equivocación una invitación a un concurso de belleza. Segurísima de que la suerte estaba de su lado, y olvidando su edad y malo ratos, se lanzó con su cuerpazo a competir y ganó una corona. Aunque no era su máximo deseo ser reina, se miró al espejo del camerino y sonrió. ¡Bendita Rosa que les cambió la vida y las saco a toditas de aquella hastiada pobreza!

Ocho años después llamó Dulce llorando que el novio se lo habían matado. Lo atropellaron en la calle y el conductor se dio a la fuga. En el funeral, Maritza no pudo aguantar las ganas y le dijo que al menos había sido bueno en vida, no como el malnacido con el que se casó que se quedó con el resto del dinero del premio y hasta con la casa en Estados Unidos, por ella andar de confiada. Rosaura aprovechó la ocasión para decir que el gobierno la estaba demandando porque la casa que le había regalado la vieja venía premiada con una onerosa deuda en impuestos. Aida quiso hacerse la de oídos sordos de que algo andaba mal con los deseos de la rosa y se hizo de la vista larga de que su marido le estaba siendo infiel. Cuando el médico le dijo que la había contagiado con aquella enfermedad, dejó la casa con piscina atrás y se devolvió a la barriada. Allí se encontró con Carol, más vieja que nunca porque su hija se había llevado al nieto para Europa y ahora no le quedaba compañía.

La otra compañía, la de Verónica, radicó quiebra diez años después de fundada. La pobre no aguantó la presión y se mató. En ese otro funeral, Martha admitió que ahora que entraba en edad ya no era la codiciada reina, que entendía perfectamente el dolor de su amiga Vero porque esa rosa les había dado tanto para después quitar con tanta furia.

-«Prepárate Virginia. Por ahí viene tu golpe», le dijeron a la única que no había aparentemente no había tenido la desdicha de pedirle deseo a un rosa dañada.

-«Yo ya perdí el amor, la belleza, un trabajo, la casa y anduve sola. Pero como conseguí todo por mis propios esfuerzos, ya sé qué tengo que hacer para seguir creciendo», le contestó Virginia.

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