El conjuro de los taínos con pieles españolas

El ritual


El Ritual   Ya se escuchaban los disparos a lo lejos cuando la mujer entró súbitamente al bohío del chamán para que perpetuara el conjuro sobre aquel niño, que apretaba contra su pecho desnudo. Sabía que si los truenos de los colonizadores habían llegado hasta la aldea, era porque Jayuya había perdido la guerra. La taína los vería morir a todos con la esperanza de que Yaya les cumpliera el deseo de trascender sus espíritus, pero no al menor de sus hijos. A ese quería destinarlo para algo más grande, y aunque tenía esperanzas de que la ceremonia no se tuviese que dar, ahora corría asustada de que ya fuera muy tarde.

   Momentos después, el pequeño de tres años se entumecía cada vez que los matojos le rozaban su piel.

«Estás consagrado a Yaya y a todos los dioses. Cuando no quede ninguno de nosotros en esta tierra, todos moraremos en ti. Con el propósito de hacernos eternos, todos los cemís velarán de ti, hasta que tu destino logré su fin», rezaba el brujo que intentaba completar el ritual en el menor tiempo posible.

   No le restaban minutos para demoras que no fueran necesarias, porque en cualquier momento entraría un español con su rifle y los mataría a todos sin importar edad o género. Por eso la mamá, una de las mujeres del cacique Jayuya, quería que el bohique se apresurara.

   Cuando ya las detonaciones se escuchaban demasiado cerca, con una ceremonia a medias, la madre agarró al niño e intentó correr al monte. En el camino, un blanco la divisó. Desde lo lejos, con el poder de sus dioses, le apuntó una bala y se la atinó primero en la espalda, y cuando cruzó, en el pecho. Cuando cayó al piso, más cerca del monte que del batey, empujó al bebé para que huyera por sí mismo. A sus tres años, Yahuecas supo que para sobrevivir a los truenos enviados por Juracán, debía adentrarse en aquella selva.

La Rebelión de 1511


La Rebelión Taína  Había sucedido que Agüeybaná II, el sucesor del gran Agüeybaná I que recibió a Juan Ponce de León en 1493, se había cansado de los perjurios que cometían en su contra los españoles, e ingenió un plan para conocer cuán inmortales podrían ser. Si tenían más de una vida, se las quitaría todas. Con el pasar de los años los veía comiendo, bebiendo y teniendo sexo como hombres cualquieras y se le ocurrió que tal vez no eran tan divinos como se habían presentado.

   Fue Diego Salcedo quien tuvo que pagar con su vida cuando todas aquellas manos taínas le reprimieron bajo el agua en el Río Grande de Añasco, para probar la teoría. Entonces, hipótesis puesta a prueba, cuando vieron aquel hombre, no tan dios después de todo, perecer bajo el agua de un solo intento, la palabra de guerra no se hizo esperar. Los españoles, que se habían hecho pasar por dioses tantos años, finalmente probaron su habilidad de morir.

   No seguiremos siendo esclavos de hombres como nosotros que por andar vestidos nos han humillado y mentido, decía el mensaje del Gran Cacique cuando llegó en boca de aquel taíno al yucayeque de Jayuya. Al principio, Jayuya tuvo miedo. A diferencia de otras aldeas, su gente era un grupo pequeño que metidos entre las montañas, no habían tenido la oportunidad de probarse contra los Caribes, y por tanto, no sabían cuán bien se les daba la guerra. Antes de dejar ir al mensajero, buscó el consejo de su bohique. Sentado en el dujo no le quedó más remedio que unirse a la gran rebelión. Él también estaba cansado de ver venir a los blancos para llevarse a sus mejores guerreros, sus más fértiles mujeres, y las más tiernas cosechas. Con el miedo metido en el corazón, se apuntó en la rebelión y prefirió ver a su gente muerta que bajo el latigo de aquellos ladrones que habían llegado a robarle su tierra.

   Tomaron varios meses antes de que la gran revuelta estuviera lista, y en el día acordado, al levantamiento del sol, los valientes taínos salieron con flechas en mano para retar, en contra de todas las posibilidades, a los que hombres que tanto le habían quitado. Aunque al comienzo del enfrentamiento el coraje y valor les ganó algunas muertes, pronto las balas viajaron más rápidas que las flechas y los cuerpos cobrizos comenzaron a caer. Jayuya trató de mantenerse en pie, pero la munición entre sus entrañas no le permitió volverse a levantar después que su musculatura se estrelló contra el piso. Atrás dejaba a sus naborias, sus mujeres, sus viejos y sus niños que ahora quedaban a la merced de la misericordia de aquellos hombres sin alma.

   Por todas las muertes que habían causado, por atreverse a retar al gran amo, Juan Ponce de León había enviado palabra de que no dejaran a ninguno vivo, que para el trabajo estaban los negros y que ya a aquellos no los necesitaban. Sin misericordia, ni alma que tuviera valor alguno, así fue que llegaron a la aldea los disparos a lo lejos cuando la madre agarró al niño desnudo y se lo llevó al bohique.

   Al final de aquella masacre, todos los cuerpos bronceados se apilaron uno sobre otros. Los pequeños agujeros que ostentaban hacían que el conglomerado se viera más rojo que cobrizo. En aquellos montones de cuerpos apilados no solo estaban los de la aldea del conjuro, sino los taínos de todo Puerto Rico. Sucedió la rebelión de 1511, que les concedió el orgullo de finalmente defenderse, pero les costó la extinción.

El bosque que lo crió para que el español lo descubriera


El Bosque de la isla   La diosa Atabey le acompañaba todas las mañanas al río para que bebiera agua. No le faltaron oportunidades para morir, pero de todas ellas salió ileso. Mientras crecía desnudo y libre por los montes, sus hermanos taínos se fueron opacando poco a poco. Yahuecas, ajeno al poder en su historia, aprendió por su propio ingenio a sobrevivir, y ya cuando alcanzó la adolescencia no había quién le descifrara. No hablaba lengua alguna, y casi todas sus facultades de humano se le habían atrofiado.

   Fue su necesidad de comer carne fresca que hizo que Fray Bartolomé de la Casas lo descubriera cuando se asomó por la venta y vio aquella bestia comiéndose una cabra a sangre fría. No le mató por el título que se había ganado de «Protector de los Indios», aunque se horrificó con el hallazgo. Por el contrario, le convenció con más comida para que se quedara. Cuando pasaron varios días y ya el taíno le confiaba, le bañó, le vistió y le concedió la libertad que la corona española había dado a los pocos indígenas que quedaban.

   Al principio, cuando intentó enseñarle la palabra, el historiador Bartolomé de las Casas pensó en darse por vencido con aquel feral que ya no tenía remedio. Pero le veía algo en los ojos inocentes, en aquella piel bronceada y el pelo negro que no le permitía devolverlo a la jungla para que terminara de convertirlo en algo más. Día tras día hizo lo mejor que pudo y con el pasar de los años, aunque nunca aprendió a hablar ni a escribir, Yahuecas por lo menos podía pasearse entre la sociedad sin echarle mano a un animal vivo para comérselo.

Ya estaba escrito el conjuro de Yahuecas


Puertorriqueños con piel de cocodrilo   Cuando cumplió sus 34 años, la mayoría de los taínos que sobrevivieron a la rebelión murieron por la viruela, los malos tratos o la tristeza. Aunque no se sabe si para esa fecha quedaba otro ser vivo con la misma sangre de Yahuecas, España envió un obispo para concederle la libertad definitiva a aquellas víctimas de su ignorancia. Fueron por esas órdenes que Yahuecas podía salir libremente sin que lo agarraran y lo llevaran al campo esclavizado.

   Aunque no sabía mucho de la sociedad y los modales que se supone aprendiera, cuando Yahuecas vio a aquella muchacha lavando en el río, se le encendió el instinto de perpetuarse. Fue hasta dónde ella, le sonrió, le ofreció su mano y la besó. Quien diría que así de fácil se podía conquistar a una mujer. Por su libertad española, su bautismo cristiano y el favor de Fray Bartolomé a penas meses después se casaba con la doncella, y después de otros meses más, les nacía la primera hija.

   Ya al quinto niño, los españoles del poblado en el que vivían comenzaron a mirar su libertad de procrearse como una amenaza a su propia existencia. Si en años atrás los taínos habían tenido el atrevimiento de rebelarse en su contra, nadie les podía asegurar que la semilla de aquel loco del monte no se propagaría con los mismos fines.

   Una tarde, mientras la mujer de Yahuecas intentaba enseñarles a su hijos a aprender a escribir para que no fueran tontos como su padre, un grupo de blancos entró a la casa, y mataron a la progenitora junto a  las cinco semillas taínas que amenazaban con enraizarse de aquella su tierra. Entonces, cuando Yahuecas regresó a su casa y vio todos los cuerpos sin vida, recordó un trauma de su niñez. Volvió a ver a su madre agonizar, mientras él corría al monte de la mano de Yaya. Solo entonces, recordó su propósito.

   Todas las mañanas, mientras crecía en el monte, Atabey le susurraba el ritual a los oídos. Se sabía las palabras de memoria, pero las dudó cuando Fray Bartolomé le quiso enseñar que aquello no eran letras correctas. Solo ahora, viendo su propia sangre derramada por doquier, recordó la bella melodía.

   Se acercó a su familia para consagrarla en las manos de Yaya, quien se encargaría de recogerle sus lágrimas y llevarlos a un lugar seguro, y se alistó para completar su destino. Buscó algunas piedras, las talló con los símbolos de la ceremonia, se desnudó de aquellas ropas españolas que le traicionaban, se pintó su cuerpo exactamente como lo hacía su padre Jayuya, y salió camino a la plaza del poblado.

   Antes que saliera el sol por entre las montañas, colocó las piedras en un círculo sobre sí y se arrodilló al centro repitiendo fervientemente las palabras de la ceremonia de la diosa Atabey. Cuando los españoles comenzaron a levantarse, se le quedaron mirando atónitos por la desnudez de su cuerpo, y los símbolos en su piel que traían recuerdos de aquellos aborígenes a los que le habían robado más que la tierra. Cuando comenzó a salir el sol, entre esos primeros rayos de luz, debían haber unas 100 personas reunidas para presenciar el espectáculo, ninguna tan atrevida como para retar a aquel taíno desnudo que ahora gritaba palabras inentendibles.

   Ya con la luz del sol en completa libertad, Yahuecas vio a Yacahú desprenderse de su cuerpo pintado y llenar con su semilla de fertilidad a cada una de las personas allí reunidas. Nadie más le vio porque los intensos rayos del sol hicieron que se tuvieran que cubrir la vista para evitar la luz inminente, y cuando lograron volver a tener visibilidad, ya Yahuecas no estaba en el centro del círculo.

   Lo buscaron por largas días, meses y años para matarle por hereje, pero el taíno nunca más apareció.

No obstante, un año después de su desaparición, Fray Bartolomé de las Casas juró ver un bebé exactamente con los mismos ojos inocentes de aquel taíno que alguna vez educó.

   Era que el conjuro había tenido éxito, y todos los que le nacieron a aquellas personas que vieron desaparecer a Yahuecas, fueron taínos masacrados, que ahora volvían camuflados en pequeños cuerpos de españoles. Yahuecas los había cargado en su ser desde el 1511, y ahora les regalaba la libertad de reconquistar lo que ya le habían conquistado. Uno a uno, semilla por semilla, aquellos aborígenes que recordaban muy bien su pasado, lograron propagarse hasta conseguir la eternidad en su tierra. No lo lograrían en su cuerpo bronceado, pero sí con sus espirítus. Vestidos de pieles españolas, hicieron una nueva raza a su nombre, más tostados por el sol que por la blancura. Le dieron piel de cocodrilo para resistirse a los caprichosos de cualquier colono por venir, pero con la sensibilidad de amar a su patria sobre el resto de las injusticias.

**En recordación a la historia sangrienta que queremos sacar de los libros de memorias puertorriqueñas, pero que vale más que cualquier carabela que haya pisado esta tierra.

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