Tutankhamon: la faraona de Egipto

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Akhenaten no podía contenerse. Justo cuando había perdido las esperanzas de tener un heredero, su hermana volvió a quedar embarazada.

“No más mujeres en ese vientre”, se dijo.

Decidido en cambiar su destino, buscó los sacerdotes y magos más talentosos de todo Egipto para que, desde que se sospechó del embarazo, comenzaran rituales y oraciones a los dioses para que no le naciera otra hembra.

Necesitaba, cuestión de vida o muerte, un varón.

Para conseguir lo anhelado, la hermana y esposa del faraón tuvo baños mágicos, masajes con plantas terapéuticas, inserción de objetos calientes en su órgano sexual para asegurar la tenacidad de su cría, entre otros miles de tratamientos que apostaban por obviar la vagina y darle en la puntería al pene.

Luego de invertir todo lo que estaba a su alcance, Akhenaten no podía contenerse. Su hermana estaba en labores de parto y no podía aguantarse los nervios. Ya bastante vergüenzas había sufrido con tantas hijas y no estaba dispuesto a aguantar otro desaire.

Ansioso por saber, en cuanto salió aquella cabecita por la vagina, procuró acercarse para conocer por sí mismo el desenlace de tanto esfuerzo mágico. Le veía algo de hombría, más pequeño de lo que debía ser, deforme. Miró confundido a los presentes en el aposento para que le confirmaran si era el macho que tanto anhelaba.

Los sacerdotes y magos inspeccionaron al bebé que parecía tener un pene, pero que ostentaba, a su vez, un diminuto orificio que no debía estar en el cuerpo de un macho. No sabían qué veredicto darle al faraón, pero cuando vieron que la ira se le comenzaba a brotar por los ojos y que les costaría la cabeza si aquello no era un niño, le aseguraron que se trataba del codiciado heredero. Akhenaten desconfió, miró al crío una última vez y salió un tanto enfurecido.

Con el pasar de los meses la situación no mejoraba. Observar al pequeño era un acto confuso. Su sexo no era definido, sus pies estaban chuecos, los ojos parecían de muerto y aunque ya le tocaba el tiempo de caminar, todavía requería de su madre y las cientos de nanas para que lo llevaran de lado a lado.

Akhenaten estaba decepcionado de los dioses y su fortuna. Tanto que había pedido el heredero y ahora no podía tener orgullo en aquel cuerpo frágil y enfermo. Escandalizado por las miradas que le daban sus subyugados, cuando el niño tuvo edad suficiente, le propinaba unas palizas a punto de sangre para sentirse que balanceaba la balanza de la injustica que los dioses habían cometido con un faraón tan maravilloso. El crío, que ya estaba mal parado, continuó desarrollando anomalidades, rarezas, extrañezas y moretones que lo fueron convirtiendo en un fenómeno inentendible.

Por obra del destino, Tutankhamun no tuvo que esperar mucho para suceder a su padre y ya a los ocho años ascendió al trono para que le veneraran como el nuevo faraón. Todavía la gente le miraba de reojo, con desconfianza y asco, pero ahora le defendía un título mayor que cualquier otra cosa y, poco a poco, fue disminuyendo el rechazo hacia su persona.

Era un faraón demasiado flaco y pequeño para su edad que tenía que usar un bastón para poder andar los predios de sus riquezas. Le dolía el cuerpo constantemente y por más que se esforzara en tener el aspecto rudo que caracterizaba a sus ancestros, el papel no le quedaba tan bien como quería.

Cuando cumplió doce años, la situación comenzó a empeorar. Mientras atendía los halagos a los que estaba acostumbrado, un leve sangrado empezó a deslizársele por las piernas. Cuando lo atendieron, los sacerdotes y los magos quedaron escépticos. Después de todo, también tenía suficientes características para que su faraón pudiera ser considerado una mujer.

La sangre, lo rojo y maloliente era cosa de mujeres y ahora había alcanzado a Tutankhamun, pero se amparó en su poder de hombre para hacer desaparecer las especulaciones y procuro esposa para probar su hombría.

Se casó, pero nada cambió tanto como lo esperaba. Besaba a su mujer, la tocaba, admiraba, pero no sentía mucho. Le miraba a los ojos y más que una amante, le veía cara de amiga, alguien con quien hablar y a quien criticar cuando se ponía el vestido que no iba acorde con su color de ojos.

A esa edad el pene no creció lo suficiente como para poder sostener una relación propia con su esposa. Podía percibir la insatisfacción en su compañera, pero ella nunca se atrevió a expresarlo. Para combatir ese sinsabor, se encargaba de hacerle regalos lujosos, invitarla a todas las fiestas disponibles y ponerle a su disposición todos los esclavos, sirvientes, sacerdotes y magos para que continuaran realzando su belleza. Incluso, le permitía acostarse con otros hombres para que pudiera sentir su viveza de mujer. De esos encuentros, su esposa le llegó con dos barrigas. Dos hijas que aceptó sin más reparo que sentirse un hombre incapaz de ser lo que esperaban de sí.

A los quince años, la situación siguió empeorando. A su palacio llegó un mago joven que era imposible de ignorar. De primera instancia, Tutankhamun pensó que simplemente admiraba la hombría que a él le carecía. Era fornido, ágil de acción, con el rostro bien definido, las manos grandes, vellos gruesos, cada vestido se le entallaba para hacerle notar los mejores músculos. Sí, era admiración.

Entonces, el faraón ingenió un plan para resolver sus inseguridades. Procuró que el mago fuera asignado como su consejero principal y empezó a imitarle en todo lo más que pudo. Pero en ese proceso, se hicieron más íntimos, mas cómplices. Tutankhamun dejó de conversar tanto con su esposa y comenzó a preferir las profundas pláticas con aquel hombre tan sabio y, valga la aclaración, tan guapo.

Pasó el tiempo y la sospecha le llegó. Pasaba las noches tratando de sentirse excitado por el cuerpo de la mujer con la que se acostaba, pero cada vez se le hacia más complicado. En cambio, mientras tocaba a su reina, pensaba en aquel mago que había llegado a sus puertas para despertarle tantas emociones confusas.

Aunque al principio tuvo miedo de admitirse que le gustara tanto un hombre, terminó por convencerse de que era un faraón y que podía hacer cuanto quisiera. Por ello, un día inesperado, mientras conversaba en uno de sus acostumbrados diálogos con el mago, le propinó un beso justo en los labios que le hizo sentir más vivo que nunca. El hombre respondió confundido, pero al cabo de varios días mostró interés de vuelta.

Al principio, el faraón no lograba reconocer si era por utilidad o por amor que aquel hombre le correspondía con tanta pasión. Decidió ignorar las razones, se enfocó en los hechos y aumentó sus horas de consejería a solas en aquel aposento con el mago más guapo de todo Egipto.

Los besos se fueron transformando en toques tímidos y, eventualmente, terminaron en un acto completo de amor. Mientras estaba desnudo con aquel mago, Tutankhamun se sentía más mujer que nunca. Siempre lo había sospechado por su pene que no crecía, su falta de gusto hacia la genitalia de su mujer y su admiración por aquellas prendas que tan hermosa la hacían ver. Dispuesto a complacer el mago que le había enamorado como nadie, permitía que él le penetrara por aquel orificio que trajo debajo de su hombría tan frágil.

Creía en su poder, su control sobre el imperio y su disposición de todo lo que quisiera, pero prefería mantener aquellos encuentros en un secreto. Así, solo ellos dos, privados, sin nadie que llegara a recordarle todas las inseguridades que tenía sobre su cuerpo.

Las horas de consejería casi alcanzaban todas las horas del día. Entonces, de tanto ejercicio diario, el cuerpo frágil comenzó a crecer. Las caderas se ensancharon, lo que se supone eran tetillas comenzaron a acumular más grasa de la debida y al faraón se le veía un aire de joven recién casada que le asentaba sobre todas sus rarezas.

Pero el crecimiento siguió en demasiado aumento. Tanto aumento que tuvo los primeros síntomas de lo inesperado. Las horas de consejería tuvieron que disminuir porque, a los casi 20 años, el faraón se enfermó con vómitos y mareos.

Su mago, junto a otros sacerdotes, buscaron curarle sus malestares, pero por más que lo intentaban, con todos los tratamientos habidos y por haber, los síntomas persistían. Y persistieron tanto que al cabo de tres meses la barriga de Tutankhamun comenzó a crecer, como si tuviera parásitos dentro de ella. Su amado secreto siguió esforzándose para curarle la enfermedad, pero fue perdiendo la esperanza cuando en los ojos del faraón veía el brillo de las embarazadas.

A los seis meses era innegable que en aquel vientre del faraón crecía la vida de otro ser humano. A pesar que intentaron mantenerlo en secreto, algún sirviente, algún aliado, algún político llevó la noticia a oídos ajenos al palacio y, de ahí, al resto del imperio.

La gente se sintió traicionada. El más vil engaño de todas sus vidas. Una mujer inescrupulosa de su cultura y religión había tomado el lugar que le pertenecía a un faraón verdadero. La guerra civil no se hizo esperar. El ejercito de Tutankhamun le defendió de los miles y miles de personas que llegaban a sus puertas en toda la disposición de matarlo. Fueron semanas intensas en la que los primeros muertos por enfrentamientos empezaron a sumarse. El faraón perdió la confianza en su poder y se cuestionó su propia existencia.

Había crecido como un hombre, con un pene entre sus piernas, pero su esencia le gritaba ser mujer, el orificio entre sus piernas también se lo aseguraba. Se tocaba el cuerpo y no se concebía como un ser humano orgulloso de su presencia. Ahora sería madre. Sería un faraón madre. Él mismo percibía la abominación de su realidad.

Casi al término de su embarazo, inseguro, falto de apoyo y en busca de tratar de mejorar su precaria situación, hizo llamar a su mago predilecto y le propuso matrimonio. El enamorado aceptó y comenzaron los preparativos para un enlace íntimo, secreto, que sellara de una vez por todas aquella locura de la que ya no había escapatoria.

El faraón sacó a su mujer de entre sus sábanas y comenzó a prepararle un espacio cobijado al mago que lo había enamorado. No pudo esperar a la boda y, en tanto estuvo listo el cuarto, lo invitó a que pasara la noche como su pareja real. Para recibirlo, hizo que sus sirvientes lo vistieran con los trajes más lujosos de su esposa y que le perfumaran y maquillaran hasta hacerlo ver más mujer que hombre.

Cuando estuvo el mago entre sus paredes, ignoró los malestares de su barriga y se permitió disfrutar el encuentro sexual con toda la certeza de que era la hembra más hermosa de su imperio y que, por tanto, merecía que la llenasen de las más coloridas caricias.

Tan mágico como lo pensó, así fue. El faraón quedó tan complacido que se acostó plácidamente sobre el pecho de su mago, descansando sus senos de mujer piel con piel, y cerró los ojos para nunca más mover su cuerpo. Aunque tuvo conciencia para hacerlo, no pudo volver a ver la luz del día porque cuando despertó, su mago, junto a otros sacerdotes, le abría la barriga para, ante su mirada aterrorizada, sacarle al crío.

Cuando escuchó llorar a su hijo, que sí tenía un pene bien formado, quiso defenderle, pero su cuerpo no respondió. El hombre al que le había confiado todos sus secretos más tenebrosos le había administrado un suero que le inmovilizó. Tal vez por eso la vida le dio para ver como le sacaban de sus entrañas al hijo, tal vez por eso se negó en cerrar los ojos para aceptar la muerte. Mientras lo cocían para prepararlo para la momificación de un faraón fallecido, finalmente desistió de aferrarse a la vida, dándole el gusto a su imperio de que le declaran muerto. Muerto con o, de un hombre que murió antes de su tiempo, un mentira, un intento de cubrir la vergüenza de que su faraón resultase ser una mujer.

Tutankhamun, justo antes de abrazar la muerte, se imaginó allí acostada, abierta a un mundo sin piedad por su condición, ensangrentada, con los pedazos de piel guindándole, con un hijo secuestrado antes de nacer. Sintió tanta ira que se amparó en la maldición de los faraones para hacerle pagar a este mundo todas las injusticas que cometieron en su contra.

Por eso, cuando en 1923 Howard Carter y su equipo abrieron su sarcófago, muchos de ellos perecieron por una muerte inesperada.

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